a Roma…

a Roma…

Sólo tenía que escribir un sencillo eslogan. Tampoco era tan difícil, se dijo, al fin y al cabo en teoría él era un afamado escritor. Cierto es que no contaba con su grupo secreto de escritores con vagos conocimientos de psicología esotérica para ayudarle en esa ocasión. Tomó el rotulador y, mientras escribía, la frase se diluyó en su memoria como un terrón de azúcar en un café. Instante de pánico. Recordó el consejo del director de marketing de su editorial: «ante la duda mete la palabra alma, nunca falla». Orgulloso por su ingenio se giró con un halo de misterio para ver el rostro de la comitiva que le acompañaba.
El patronato de turismo de Roma supo inmediatamente que había sido un error contratar a Coelho como protagonista de su campaña publicitaria.

Soledades

Soledades

Sentía frío, no necesariamente del que se cubre con ropa. Con la mirada perdida se preguntaba si a alguien le importaría en qué estaba pensando en ese preciso momento. Y llegó a la conclusión que no, que era transparente, que no importaba ni interesaba a nadie qué hacia, qué pensaba o qué sentía. A su espalda, en ese preciso instante, a unos metros de distancia una desconocida disparaba una foto mientras le susurraba a su cámara: ¿en qué estás pensando?¿por qué estás triste?¿qué caminos has recorrido hasta llegar aquí?¿quién o qué te espera?

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