El bombilla

El bombilla

Los conocidos del barrio le llamaban «El Bombilla» aunque nadie sabía bien el motivo y en realidad a casi ninguno le importaba. Tal vez se debía a su alopecia galopante, a su fama de tener ideas de bombero o quizás a su trabajo como lampista. En cualquier caso, Él vivía (o sobrevivía) ajeno a su particular mote: detestando su trabajo, resignado a su existencia monótona, al puñado de sinsabores de su matrimonio en vías de extinción y su colección de pequeños fracasos cotidianos.

Una mañana de invierno El Bombilla se apagó inesperadamente mientras hacía cola para pagar los autónomos en Hacienda. La noticia de su paro cardíaco apenas fue un cotilleo en el bar de la esquina o un pequeño incordio para su flamante viuda… Porque en realidad sólo el Estado (como contribuyente) y otra persona más le echarían de menos.

Ella sí. Su vecina de las gafas de culo de vaso sintió que la oscuridad sería más densa cuando supo que había muerto. Era tan extraño que no se presentase a su cita habitual de los miércoles por la tarde, que no respondiese a sus mensajes preguntándole si podía bajar a revisarle la encimera eléctrica… así que llamó a su puerta y supo la noticia de labios de la mujer a la que tanto había envidiado.

Maldijo su cobardía al no haberle dicho jamás durante sus encuentros clandestinos que le adoraba, que amaba su transparencia de hombre sencillo, su fragilidad de cristal (idéntica a la suya), la luz que irradiaba, la calidez que desprendía y los lazos invisibles que sus filamentos de cobre habían conseguido enraizar en su corazón de mujer solitaria y romántica.

Sintió ese vacío que sólo la muerte provoca y se le hizo un nudo en la garganta al pensar en cuantas veces había estado a punto de pedirle que se fugasen juntos y empezasen de cero en otro lugar.
Cobarde. Cobarde. Cobarde.

– «Vayámonos», le habría dicho.

Sin importar dónde. Más bien era un volver a qué. Volver sentir que merecían saltar de la cama cada mañana sabiendo que algo bueno se les cruzaría en la jornada. Volver a bañarse juntos después de hacer el amor y jugar como niños con la esponja. Volver a atreverse a darse oportunidades sin necesidad de excusas, sin mirar el calendario, sin más, hacer esas locuras que nunca hicieron juntos. Volver a sentir que tenían Esperanza.

¿Quién puede decir hasta dónde proyectamos en las relaciones que tenemos el deseo de una realidad o la realidad en sí misma? ¿Sería el Bombilla igual de romántico o sólo vería en ella un cuerpo fácil del que extraer pedazos de placer que hicieran más soportable su vida? ¿Son los otros como creemos o queremos que sean o como realmente son? ¿Qué hace que una persona brille para unos y para otros sea gris? ¿Nuestra capacidad y sensibilidad para descubrir en el otro sus cualidades o la necesidad de ver en ellos lo que necesitamos encontrar?

Dos días después, tras el funeral en el que no pudo ejercer de viuda oficial, regresó a casa y abrió el cajón de la mesilla de noche. En los años que vendrían no habría un día en que no hiciese ese mismo ritual. Allí, junto a la férula dental para combatir el bruxismo guardaba su mayor tesoro: la bombilla fundida que él le había ayudado a cambiar hacía 10 años, el día en que ella se había enamorado de aquel hombre.

La tomó en sus manos con delicadeza y salió al balcón buscando la posición precisa para que los últimos rayos de sol penetrasen en aquella bombilla convertida en amuleto amoroso mientras susurraba: «tú siempre seguirás brillando en mí…»

Su vecina de enfrente la observaba en silencio tras las cortinas mientras pensaba qué demonios hacía aquella solterona hablándole a una bombilla. “Pues, nada, mañana ya tenemos tema en la peluquería» se dijo sonriente mientras pensaba en el copazo de coñac que iba a meterse para que le subiera la permanente.

Luna de hiel

Luna de hiel

Solía ser tan fácil que te pusieras en mis zapatos, que supieras discernir naturalmente entre lo que me hace daño y lo que no del calzado que llevase puesto.

Solíamos reír, como tontos, como los niños que siempre buscaron el triciclo y se contentaron con aprender a caminar bajo la lluvia borrachos de ozono y de vida.

Solía ser espontáneo y libre planificar, crear metalenguajes, códigos, pentaprismadas.

Solía ser ley no escrita que nos tratásemos bien. Que compartirse fuese un verbo atemporal, fuerte, constructivo.

Solía ser feliz con sólo verte y escucharte, consciente que mi hielo no existía y que yo era yo misma sin tener que reclamar nada o que me empujaras a hacerlo. Sentir que me necesitabas y me tenías.

Solía ser tu cómplice y tú el mío. Y el amor no era un rescate sino el Norte de la búsqueda inútil de una luz que en realidad ya poseíamos a raudales.

Solía despertarme y la certeza de tu existencia me llenaba de calma y de furia en mi sangre.

Solía tener una sonrisa lobuna exactamente igual que la tuya y no sólo en la filosofía precoital.

Solían ser sinónimos sentir y pensar aunque el anarquismo emocional nos empujase a no hacer otra cosa que vivirnos.

Solíamos ser felices y nos contagiábamos la enorme travesura de estar juntos y en pie. Me señalabas al Norte y mi mirada no se apartaba de tu culo soberano hasta enrojecer tus mejillas.

Ahora ya sólo siento que queda el recuerdo agradecido y una inmensa nostalgia que se diluye en mi sangre al mirar esta ciudad bajo la luna e intentar hacer la foto nocturna que, como tantas otras cosas, nunca hicimos.

Amor calcinado

Amor calcinado

Bip bip.
-“»¿Quién demonios te enviará whatsapp a las dos de la madrugada?”

A su lado, mientras ella se hacía esa pregunta, él dormía a pierna suelta. Un hilillo de baba le asomaba por la comisura de su adorable sonrisa haciendo brotar pequeñas burbujas de saliva con cada respiración. Meditó durante unos segundos muy seriamente moverse con sigilo, alargar el brazo hasta la mesilla de noche y alcanzar el móvil para revisarlo y salir de dudas. La posibilidad de ser descubierta era demasiado alta así que en lugar de eso acercó sus pies fríos a la pantorrilla de su marido con la esperanza que el contacto gélido le sobresaltase y le fastidiase el sueño. Con un poco de suerte el insomnio compartido les llevaría a retozar como colegiales. Apretó los dientes y esbozó una mueca de incredulidad… “ni tú te lo crees, chata”.

Cenicienta y el Príncipe Encantador ya casi ni hablaban. Donde hubo un zapato de cristal ahora él veía un juanete con olor a queso japonés. Ella, sin embargo, seguía encontrándole irresistible pese a su aerofagia, sus pelos en las orejas, sus almorranas azuladas, su tendencia a dejar la tapa levantada y a mirar escotes ajenos.

Le quería, todos estos años juntos había estado perdidamente loca por él. Su psiquiatra le dijo una vez que todo formaba parte de un hechizo del Hada Madrina que era súper numeraria del Opus Dei… y no soportaba que su ahijada sintiese deseo libidinoso por un fetichista de los pies con el que no estaba casada. Pero ella sabía que el motivo era otro. Le vio en el “¡Hola!” mientras usaba sus páginas para que sus hermanastras no pisaran el suelo recién fregado y se enamoró. Luego llegó el baile, la calabaza y todo lo demás era un cuento de hadas que duraba ya cientos de años. Tal vez demasiados.

Él, por su parte, soñaba una noche más con aquella fiesta de viejas glorias de Disney donde había conocido a La Sirenita.

– «Encanto, ¿cómo es posible que nunca me hayas pasado tu número de teléfono? Es imperdonable que no me tengas… en tus contactos…»

Aquella sonrisa lasciva de Ariel diciéndole inequívocamente entrelíneas lo fácil que sería poseerla le había alterado más de lo que imaginaba. Se descubrió fascinado por su melena roja, observando sin tapujos su bikini de conchas que apenas cubría los pezones y fantaseando con el misterio que se ocultaba en la cubitera gigante donde estaba sentada la princesa de los siete mares.

Desde el otro lado de la sala, Ulises le guiñó un ojo mientras mascullaba a Telémaco “mira hijo, otro que pica el anzuelo…”.

Esa misma noche intercambiaron teléfonos e iniciaron durante meses largos chats clandestinos por whatsapp, alternándolos con partidas de Apalabrados para no despertar sospechas. No faltaban en esos mensajes las referencias a jacuzzis, los dobles sentidos sobre lo excitante que era ver desovar a los salmones contracorriente o las gustosas paellas de mar y montaña en Castellón.

– “¿Sabes, Ariel? me encanta comer sushi… lo del pescado crudo es una pasión…” – tecleó nervioso antes de acostarse aquella noche, añadiendo un emoticono de la bandera de Japón y otro de una sonrisa con un guiño y lengua fuera.

Dejó el móvil en la mesilla esperando el doble acuse de recibo que no llegaba. Se quedó dormido pensando que tal vez su Sirenita estaba en un cóctel “bajo del mar” con el Príncipe Eric y no tenía cobertura.

Bip bip. La esperada e indiscreta respuesta llegó pasadas las dos de la madrugada.

“- Ya sabes que a mí se me da de maravilla eso de morder la cola de la pescadilla sin hacer daño.” – escribió la pelirroja encerrada en el baño mientras su marido se ponía el pijama en la habitación. Añadió un “besis” y un emoticono risueño.

Cenicienta seguiría unos meses más viviendo en la ignorancia de los ojos que no ven y del corazón que sí siente. Se acurrucaría noche tras noche junto a su príncipe encantador y se quedaría dormida aspirando su fragancia varonil. Hasta que un día todo explotaría. Y su desaparición, como sucedió en Hiroshima y Nagasaki, haría que su ausencia se perpetuase como una silueta, una sombra impresa para siempre en las sábanas de aquella cama. Porque los cuentos nunca explican que, al parecer, lo de comer perdices tiene letra pequeña… por suerte para la industria de antidepresivos.

Hasta las últimas consecuencias

Hasta las últimas consecuencias

El ratoncito de biblioteca miope que aprendió siciliano con Camilleri se encontró frente a él en un callejón del Raval. Allí estaba con su inconfundible pitillo y su coppola, con sus 88 años de sabiduría ajenos todos ellos a la cantidad de horas que sus creaciones habían acompañado la vida de aquella mujer que tenía frente a él.
Se miraron, él de vuelta de casi todo, con la lucidez afilada. Ella armada con una cámara para combatir la sensación de ser una groupie literaria más torpe que Catarella. Aún no había mucha gente así que, con timidez, se acercó y le dijo grazie con todo su honesto acento palermitano. Intercambiaron algunas palabras sobre Sicilia y literatura, sobre la conferencia que acababa de pronunciar, cargada de sentido del humor, de trinacria en estado puro. Junto a ella, 36 libros que ya no pretendía que le firmara:
– «Éste es el peso de tus palabras, maestro» -le dijo sopesando el peso de la mochila.
– «Espero que el peso que haya dejado en ti haya sido mucho mayor que ese»- sonrió dándole una calada profunda a su cigarrillo- «además, la cultura no pesa especialmente si eres capaz de crearla y compartirla».

Mientras ella sucumbía a la tentación de hacerse una foto con su admirado Andrea, el padre de Montalbano añadió con su voz profunda un último mensaje:

-«Escribe, cara mia, hasta las últimas consecuencias.»

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