por Emilia | Oct 27, 2015 | barcelona, color, micro relatos, soledades robadas
Él siempre temió morir ahogado. Durante años su peor pesadilla recurrente fue esa: sentir cómo el agua se colaba por sus fosas nasales y llegaba a sus pulmones liquidándole. Su mujer asistió toda la vida a esa fobia suya y toleraba pacientemente las manías colaterales que comportaba. Jamás quiso ver el mar (“ni en pintura”), huía de los ríos (“el agua pa los peces”) y como mucho se prestaba a duchas rápidas.
«Soy un hombre de secano, Marí»- solía ser su explicación cuando salía el tema.
Ella tenía su propio terror visceral: perder las cosas. Huérfana de la guerra arrastraba ese sordo y constante vacío que provoca no saber en qué cuneta anónima se pudren los huesos de tus padres. Cuando perdía algo podía estar horas buscándolo: ya fuesen unas llaves, un papel, incluso era la única persona en Europa capaz de localizar los calcetines extraviados en la colada. Aquella mañana era la primera en que, tras quedarse viuda, se atrevió a ir al mercado. Llovía. Abrió el monedero para sacar la tarjeta de autobús mientras el viento doblaba el paraguas y le hacía perder el equilibrio. Fue en ese momento en que Paco, su Paco, materializado en la primera foto de cuando eran novios se deslizó en silencio. No le dio tiempo a despedirse de la estampa de la Virgen del Carmen a la que había estado acompañando casi 45 años en diferentes carteras y portamonedas.
No hubo un adiós conciliador tampoco para su mujer. Quiso así el destino que la pesadilla de un hombre de secano se hiciera realidad… Y que nadie entendiese qué se escondía en las lágrimas de una anciana ojerosa en el autobús, meciendo un monedero tembloroso entre las manos.
por Emilia | Oct 23, 2015 | barcelona, blanco y negro, homeless, micro relatos, soledades robadas
No sé cuándo se fijó en mí el Doctor No. Hace tiempo que he dejado de preguntármelo. Igual que también he dejado de cuestionarme porqué hay heridas que nunca acaban de cerrar, especialmente las que no son físicas. La del vacío que supone ser el único niño de clase al que en el patio del colegio le dicen que ya están llenos los equipos para jugar el partido de fútbol del recreo aunque los grupos sean impares. Al que nunca invitaban a fiestas de cumpleaños aunque siempre lo esperase conteniendo la respiración. Recibir como respuesta sistemática las mismas dos letras. “No, al final no iremos al cine este sábado” aunque nos oirás comentar lo bien que lo pasamos en el pasillo del instituto el próximo lunes. No. “No es por ti, es por mí que no estoy preparada para una relación” aunque me encuentres cabalgando en el asiento posterior del coche de otro. No. “Lo sentimos, pero no podrá cursar estudios en nuestro centro universitario si no abona el importe de la matrícula al no reunir las condiciones para obtener una beca”. No. “Ya hemos encontrado camarero pero aún no nos ha dado tiempo a quitar el anuncio de la puerta.” No. No. No. El mundo es un enorme tablero donde todos parecen conocerse y formar parte de un juego cuyas reglas te han sido negadas una y otra vez. La sensación de dolor que eso producía, como si de una llaga se tratase, fue creciendo sin que supiera combatir la infección. Quizás por eso salí a las calles en busca de no sé bien qué, tal vez un sello en mi pasaporte. Empecé a evadirme del Doctor No con alcohol y drogas pero el padecimiento no se alivió. Al contrario. Perfeccioné el arte de la derrota convirtiéndome en un minusválido social. En la calle tampoco encontré precisamente una patria en la que sentirme ciudadano de pleno derecho. Sentí la misma emoción de siempre pero amplificada por el tetra-brick: la de ver cómo la gente cruza de acera para evitarme o se agarran los bolsos en el vagón del metro cuando pasas por su lado. Ser un apestado para todos excepto para el Doctor No, aunque nunca le preguntaré si me quiere porque no soportaría su respuesta.
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