Calogero

Calogero

Siento una especial debilidad por Calogero.  Es uno de esos tipos cuya biografía nadie leerá en ningún libro y que yo he ido conociendo a lo largo de los años. Nunca lo tuvo fácil empezando cuando le tocó servir en el ejército siendo casi un chaval. Evita siempre hablar de la Guerra y tampoco le oirás lamentarse de la colección de sueños descartados que ha ido acumulando. Curiosamente, ha llevado esas renuncias con la dosis justa de amargura soportable para no perder jamás su sonrisa de medio lado. Aceptó que aquella herida en el campo de batalla no le permitiría escuchar en su casa el sonido de la risa de sus hijos. Que su ternura, su sensibilidad, su sabiduría sin escuela transmitida generación tras generación acabarían en él. Lo suplió convirtiéndose en «u ziu Calò» para los niños del barrio.

Algunos de ellos tienen ahora sus propios hijos para los que nunca falta un caramelo en los bolsillos de la chaqueta de Calogero. Su vecina me contó que ni siquiera perdió el brillo bondadoso en la mirada cuando le tocó encajar su viudez. Lo imagino aferrándose a los recuerdos de media vida compartida con su mujer Rosalía. De Ella sí que habla, con veneración absoluta. Porque ella le aceptó tal y como era. Sin juzgarle, sin pedirle explicaciones por lo que no podría darle sino siempre ilusionada por lo que podían compartir juntos. Más de una vez me ha dicho que es un hombre afortunado porque ha tenido la suerte de conocer el cielo en la tierra cada vez que veía a su mujer dormir a su lado. Y que ojalá yo tenga la misma suerte, picciotteddra mia. Me hace sonreír que aún me llame así a mis cuarenta.

En mis últimas visitas ha crecido su sordera. Creo que disfruta de ella porque le permite continuar en su mundo. Me comentó una vez compartiendo cigarrillos que el mundo es un sitio más feo desde que ella no está, que el sonido se ha convertido en ruido. Siempre que vuelvo a Palermo temo que ya no estará para contarme sus historias e invitarme a sus cigarrillos de picadura sentados en un banco. Sin embargo ahí me esperaba en nuestro habitual punto de encuentro. Mi Calogero tiene aún la valentía de los verdaderos héroes: la de seguir soñando.

Aún espero verte

Aún espero verte

No hay una sola vez que, al llegar a la esquina donde nos despedimos en 1976, no aguante la respiración esperando verte ahí.

– «¿Qué vida le vas a dar a tus hijos?»
Eso fue lo que me dijo el padre Vicente aquel Domingo cuando, arrodillada y entre lágrimas, le confesé que iba a dejarlo todo y huir contigo. Tenía entonces cuarenta años, tres niños pequeños y mucho miedo. Eran otros tiempos. Tú me esperabas a la salida de misa con la maleta en la mano. No hicieron falta palabras, me miraste hasta el fondo del alma, me acariciaste la mejilla, diste media vuelta y no volví a verte. Me lo pusiste fácil, como siempre.

Ahora que mi marido y el párroco crían malvas ya no vengo a la iglesia en busca de consejo. Tampoco espero encontrar aquí absolución ni consuelo. No lo hay para mi herida. Los niños crecieron y ya tengo nietas que tienen la edad que teníamos tú y yo cuando nos conocimos.

Cuando vengo a misa a veces rezo por ellos pero mayormente lo hago para agradecer lo que en su momento pensé que sería mi condena al infierno: Tú. Que llegaste como aparecen casi todas las cosas buenas: de repente y sin avisar. Que me inundaste con tu luz maravillosa, cálida y confortable. Aprendí que amar así me hacía ver las cosas de una forma más nítida. Que desde que te conocí el mundo era un sitio mejor porque estabas allí, a mi lado, dándole sentido incluso a lo malo. Contigo podía ser yo misma, con mis sensiblerías y mis tonterías. Con mis pensamientos y mis deseos. Nadie me conocía tanto, nadie me aceptaba tal como era y, por supuesto, nadie me ha amado como lo hiciste tú. Eras capaz de leer en mi interior, de descifrar todos y cada uno de mis códigos secretos.

Poco queda (aunque en realidad todo) de aquella mujer que amabas. Ya me ves, encogida, cada vez menos femenina, medio sorda y huraña. Pero sigo siendo una romántica que habla contigo y contiene el aliento cada vez que pasa por este callejón anhelando encontrar aquella sonrisa tuya que una noche, abrazada a tu cuerpo, nombré patrimonio inmaterial de la humanidad.

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