El chico de los hoyuelos

El chico de los hoyuelos

En unas semanas sacará a pasear a Max siempre a esta misma hora. Subiré aquí y observaré cómo aguanta la respiración ilusionada esperando que llegue el chico de los hoyuelos. En realidad llevan tiempo coincidiendo como esta noche, aunque Ella no se fijará en Él hasta que mañana nuestro perro se le abalance. Gracias a eso mi mujer dejará de deambular con la inercia de los que se han resignado sólo a sobrevivir.

Mañana, al mirarle a los ojos para disculparse por la incomprensible efusividad del perro, observará la sonrisa de ese chico y por fin podrá empezar a cerrar la puerta de la suite 107 del pabellón de Oncología. Se ha quedado atrapada allí, aferrándose a mí. Demasiadas noches acompañándome en aquel ritual de las arcadas de vómito involuntario en casi todas las habitaciones. Sigue oyendo el clap clap de los zuecos de las enfermeras haciendo la ronda nocturna de palanganas por el pasillo. Soporta mi mal humor porque no llevo bien la indefensión denigrante cuando es a mi a quien tienen que ayudar a cambiarme el camisón verde manchado de bilis. Y eso que, como casi todos allí, yo procuraba llorar esperando a que nadie me escuchara. Ni Ella ni los otros enfermos. Creo que probablemente no haya nada más contagioso entre los moribundos que el miedo. Siempre he pensado que por eso se empeñan tanto en que los hospitales huelan a limpio, como si el desinfectante fuese un talismán contra la parca.

Cuando nos casamos le aseguré que siempre estaría a su lado y de su parte. Aquella mañana, mientras me besaba antes de irse a trabajar, supe que nuestro tiempo juntos había acabado. Me jodió no ser capaz de sentir el sabor de su boca en nuestro último beso y dejar en ella como recuerdo el ácido bouquet inconfundible de la Doxorrubicina.

No he incumplido mi promesa. Sigo a su lado y de su parte. Cuidando de ella. No sucederá todo mañana. Aún tardarán un tiempo pero vamos por el buen camino. Se buscaran y se esperaran. Un día se sentarán en la terraza de la plazoleta y tomarán un café. No, no estoy celoso. Sólo envidio al tipo de la sonrisa bondadosa porque será quien tendrá la suerte que a mí me arrebató el cáncer: la de envejecer a su lado.

Monotema

Monotema

Es curioso que aún baje la mirada cuando pienso en ti, como si el deseo de ser madre fuese algo de lo que avergonzarse. Siempre soy discreta, principalmente por él, aunque también para preservar esa intimidad con la que velo los sueños que he perdido. Creo que con los años he conseguido que él no me note este vacío en las entrañas, a estas alturas de nuestro matrimonio tengo una habilidad especial para evadirme sin rencores y sin que se de cuenta.

Recuerdo la última vez que hablamos sobre ello, fue después de las enésimas pruebas médicas que nos confirmaron como sanos y aptos para procrear. Mientras me abrazaba en la cama me dijo que le agotaba escucharme hablar monotemáticamente sobre los hijos que no estábamos teniendo. “Monotema” se convirtió desde ese momento en mi palabra secreta. En mi amplio abanico de emociones que le excluían, en las incontables horas que pasé leyendo clandestinamente sobre adopción. Monotema han sido las miradas que se me escapaban allá donde me encontraba una familia multiétnica. Monotema son los miedos, las emociones, las esperanzas, las dudas. Monotema es el despertar aún de madrugada sintiendo que te he fallado, que en algún rincón del mundo vivías y nos necesitabas. Monotema ha sido y es, sobretodo, amor. Quererte. Evangelio. Más ley que la de gravitación universal. Sentir que todo lo que soy y he sido estaba hecho para la mayor responsabilidad -y privilegio- imaginable: ser tu madre. Amarte. Cuidarte. Respetarte. Acompañarte. Quererte. Estimarte. Ayudarte. Educarte.

Te quiero de una forma tan extraña como hermosa. Ese amor que me ha desbordado toda vida en la peor soledad posible: la de estar acompañada. No, no le culpo. De los dos yo soy la romántica y él ha sido el pragmático. A veces su falta de diplomacia ha sido demoledora aunque también un necesario empujón hacia la supervivencia. Yo veía gigantes, él molinos. Yo veía la ausencia de tu reflejo a la salida del colegio con tus botas de agua dando saltitos sobre espejos de agua. Él sólo sigue viendo charcos y me avisa con un leve apretón en el brazo para que los esquive y no me manche los zapatos. O para evitar que me hunda en quimeras líquidas. Quién sabe.

Locas

Locas

Recuerdo que me llamaste Loca. No, no fue un apelativo cariñoso. Escogiste tu mirada de desprecio más afilada y me escupiste a bocajarro aquel “estás loca” que sabía a miseria atávica. No me importó demasiado que me calificaras así. Sentí que era un recurso manido, una justificación comodín, la que esconde el mensaje que todas las mujeres estamos locas. Que somos inestables bombas de hormonas. Que nos resquebrajamos fácilmente. Que somos una Penélope de Serrat en potencia, esperando lo imposible sentadas en un banco de la estación, meneando el abanico. Clichés sacados del manual más rancio de Freud sobre la histeria femenina. Si hubieses vuelto esa noche probablemente me hubieses dicho que me ibas a quitar la tontería a polvos. En lugar de eso, saliste de mi vida dando un portazo.

En los meses siguientes a tu abandono, guiños del destino o tal vez me fijaba más en ellas, me crucé por la calle con unas cuantas mujeres extraviadas en su propio naufragio. O si lo prefieres (o entiendes mejor) me he cruzado con unas cuantas locas. A algunas sólo me he atrevido a mirarles a los ojos fugazmente. De todas ellas he aprendido algo. En todas ellas me reconozco. La primera tenía el cabello blanco y parecía una turista perdida. Me detuvo apenas el tiempo justo para decirme:

– «Tú vas a ir a Australia».

Aún siento un escalofrío al recordar su convicción al pronunciar aquellas palabras y la fuerza de su mirada de Sibila antes de alejarse. Días después otra desconocida, esta vez debía tener mi edad, se me acercó mientras esperábamos el semáforo de peatones y con un inquietante tono inexpresivo y monocorde me dijo :

– «Te voy a hacer el amor hasta hacerte daño».
Su mirada de replicante de Blade Runner esperando mi reacción no dejaba margen a dudas.

Ésta otra mujer me pilló con la cámara lista y mi habitual desvergüenza quirúrgica a la hora de robar soledades. La vi de lejos y me heló la sangre. Caminaba hacia mí a contraluz y con la mirada despeinada de quien hace años que ha olvidado lo que es dormir. Disparé esta foto apenas segundos antes de que me agarrase del hombro y me susurrase:
– «Si lo encuentras júrame que vendrás a contármelo».

Como toda loca sabia, comprendí y asentí.

U partigianu

Aunque habían pasado unas semanas, aún se comentaba en comisaría lo sucedido aquel día. Desde entonces, al sargento de los carabinieri Salvatore Rizzo le llamaban sus compañeros de armas «Tottò El Partisano». Los que le tenían más confianza incluso se atrevían a tararear a su paso el «bella ciao» esbozando una sonrisa lobuna.

Todo empezó a las 9.02 de aquella mañana de invierno. La pareja de ancianos se había personado en la oficina del banco de Vigata, situada en la Vía Ruggiero Settimo. Se acercaron a la ventanilla y colocándose la dentadura postiza (que llevaban en una servilleta de papel en el bolsillo) informaron al cajero que era un atraco.

Ese fue el momento en el que, sin pensarlo pero discretamente, el empleado accionó la alarma silenciosa anti-atracos situada bajo su asiento. Si los cursos de formación en seguridad laboral no mentían en siete minutos tendría a la policía en la puerta.
Casualmente, a esa hora exacta, Rizzo entraba en la misma oficina bancaria y observaba a sus padres charlando con el encargado de la ventanilla número tres. Mientras se acercaba, podía escuchar a su padre preguntando al empleado cómo le sentaba «eso». Que así se sentía él cada vez que miraba su cuenta, porque era un miserable robo que le cobrasen 4000 de las viejas liras al mes de mantenimiento a unos pobres pensionistas. Que prefería tener su dinero debajo del colchón de su casa.

Cuando estaba a dos pasos, su madre le reconoció y le invitó a acercarse con un movimiento rápido de algo que sostenía en la mano. – ¡Tottò hijo mío! gracias a la madonna que estás aquí. Me he tomado la pastilla de la tensión y me estoy haciendo pipí. Anda, cariño, sostén esto un momento que ahora vengo. -le dijo alejándose en dirección al baño.

Ese fue el momento en que las fuerzas de asalto entraron en el banco y encontraron al sargento sosteniendo el viejo revólver de partisano de su padre.

Horas después, solucionado el incidente que marcaría su trayectoria profesional de por vida, Tottò observaba a sus padres alejarse en dirección a casa. Meneando la cabeza sintió que un intenso y secreto orgullo filial se apoderaba de él mientras susurraba «mannaggia la miseria».

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