Titanes con paraguas

Titanes con paraguas

Ni Batman ni Spiderman: nuestro primer superhéroe no llevaba capa.

Algunos tenían un mono azul sucio que contrastaba con su mirada limpia de hombre honesto. Son los que (aunque entonces no entendíamos porqué) eran capaces de llorar viendo La casa de la pradera. De maldecir cuando, escuchando carrusel deportivo, su delantero favorito fallaba un penalti. También los que creían intuir (no siempre con acierto, dicho sea de paso) que flaqueban tus fuerzas y te susurraban que ante la adversidad hay que crecerse.

Héroes generosos capaces de sacrificar sus pulsiones, de readecuar el ritmo de sus vidas a uno que confiaban que hiciera que tu velocidad de crucero fuese la mejor. Superhéroes de manos encallecidas en la fábrica o en el muelle; superhéroes con miopía de oficina, superhéroes de la carretera, superhéroes entre libros, en el campo, en la mar.

Fueron los que se perdieron parte de tu infancia e intentan no faltar ahora a la de tus hijos. Son superhéroes también los que un día se fueron pero nos enseñaron que siempre estarán.

Aquellos que se hacían los distraídos mientras te dejaban jugar en los charcos pero sin que el lodo te dejase marcas que ni mamá pudiera solucionar. Titanes que sabían del placer de sentir la libertad de la lluvia en tu rostro pero que tenían un paraguas cerca para cubrirte si la tormenta arreciaba. Los que desde ese momento han anhelado poder tener con qué protegerte si lo necesitabas.

Mi superhéroe puede parecer tosco y es poco diplomático a veces. Pero sé que aún sigue siendo un orfebre de los abrazos de algodón que hacen juego con sus canas y con mis abismos. Mi hermana y yo fuimos sus princesas y aún somos sus Laura Ingalls del mismo modo que él es y será siempre el hombre más fuerte del mundo.

Los padres son ese oasis de la patria que fue nuestra niñez y a la que siempre podemos regresar para recordar que somos lo más importante del universo para ellos. Más que su propia vida.

Épica de lo cotidiano

Épica de lo cotidiano

Hazme un favor. Mañana sal a la calle. Juega conmigo a algo. No te costará mucho y es más entretenido que el candy crush.
Créeme, lo sé por experiencia. No hay reglas que debas aprender para este juego. Basta con que hagas tu vida cotidiana.
Observa a tu alrededor pero sobretodo siente. Está en todas partes y lo mejor es que está a tu alcance. Contempla cuánta belleza serena y silenciosa pasa a diario ante tus ojos. Disfruta de la geometría del paisaje que te rodea, del baile de la sombra con la luz, del ritmo que marca el engranaje de los automatismos que te rodean.

¿Qué compás marcan los semáforos? ¿Quién afina los claxon? ¿Porqué cuando te rompen el corazón suena como cuando das un portazo en un coche?

Imagina las historias que emanan las personas con las que te cruzas a diario y a las que, seguramente, jamás volverás a ver. Haz una foto a uno de esos momentos, no importa a cuál pero hazlo con respeto hacia ti mismo. Hay belleza en la tristeza y en la alegría. En la soledad y en la complicidad. En cualquier caso sonríe cuando hagas la foto. Y procura que te vean hacerlo aunque piensen que estás loco por ir sonriendo solo por la calle. Tal vez esa sonrisa tuya haga que otra persona sonría también y a su vez otra haya sonreído al verla.

No te aseguro que nada de todo esto consiga que mañana sea más sencillo subir las escaleras, ni que evites que el tanga se te meta por donde no debe y cuando no debe. La vida es como es y mucho más en febrero que, por ser más un mes más corto, viene todo más concentrado. Lo bueno y lo malo. Por eso cualquier momento es bueno para disfrutar de la épica de lo cotidiano.

Y luego atesorarlo con orgullo: yo estuve ahí, yo vi eso, yo sentí eso, yo le gané un instante hermoso a la anestesia de la rutina.

Borkum Riff

Borkum Riff

 – «¿Qué  hay más terrible para una palabra -o una persona- que nadie las haya pronunciado dándoles así sentido?».
Mi primer amor fue un escritor casi treinta años mayor que yo. Críptico. Inescrutable. Solía llamarme estudiantilla por mi edad -apenas tenía veinte años- y fogonera porque en la locomotora de nuestra relación mi tarea era encargarme que el maquinista tuviese siempre la caldera llena de carbón ardiente.
Fue él quien también me habló del cementerio de las palabras que nunca llegaron. El nombre me pareció delicioso y a la vez desolador, como casi todo lo relacionado con él. Me contó que todos los días llega un cortejo fúnebre invisible y recorre, silenciosamente, el recinto funerario. Como una romería se homenajea a los “te quiero” que nunca nos atrevimos a decir, los que no se llegaron a pronunciar ni para salvar el naufragio ni para provocar nuevas caricias.
Al parecer, es una tradición empezar por los te quiero para continuar lamentando los «vete a la mierda» y los «déjame en paz» que no asomaron jamás a nuestros labios. También se reza por el adverbio más poderoso y por las veces en que no nos lo concedimos a nosotros mismos: “sí”. Por esos verbos conjugados en imperativo suplicante que se escondían en cada nudo en la garganta:  “hazlo”, “espérame”, “ven”, «ámame».
–  “Éste es un cementerio de palabras extraviadas dándose entre sí consuelo, fonema a fonema, sílaba a sílaba sin importar el idioma. Pequeña torre de Babel en ruinas, lo que pudo ser y no será. Sombras de las que pasar de largo a riesgo de morir de melancolía.”
No le reprocho a mi yo veinteañero haberse enamorado de aquel artesano de las palabras que fumaba Borkum Riff Cherry Cavendish. Ese olor aún consigue perturbarme cada vez que lo aspiro. Me trae el recuerdo de la acacia que bautizó con mi nombre, del estallido de un placer desconocido hasta entonces. Y me ha hecho reconocer en este anciano al hombre que dejé de amar hace 21 años. No le he dicho nada.
Él y yo tenemos una cita en el cementerio de las palabras que nunca llegaron.
Leyendas urbanas

Leyendas urbanas

Es cierto que estaba avisada: la guía turística que había comprado en el aeropuerto me lo advertía claramente en el capítulo seis. Ahí estaba, junto a la señal de una calavera, escrito en todos los idiomas de la Unión Europea y en letras mayúsculas, negrita y cursiva. Aún así me acerqué a la plaza porque no acababa de creerme que hubiese allí una mujer que robase corazones. Todo aquello me sonaba a letra de copla de los años cincuenta o directamente a leyenda para sacar el dinero a los turistas.

Ahora sé que debería haberme extrañado ver tan vacías todas las calles que rodeaban aquella placita encantadora. Me senté junto a la escalinata y empecé a tomar notas en mi cuaderno de viajes, entornando los ojos mientras agradecía el sol de invierno y la placidez de aquel instante. Sólo al escuchar unos pasos sobre los adoquines fui consciente de lo sola que había estado hasta entonces. Me giré y la vi caminando con decisión en dirección a mí.

Apenas sentí un leve pinchazo en el costado izquierdo, después todo se hizo borroso durante unos segundos. Cuando conseguí enfocar de nuevo la vista Ella estaba allí, sonriéndome con su dulce mirada.
Sin dejar de observarme, abrió su bolso e introdujo mi corazón en él.

– «No te preocupes» -me dijo- «hoy en día no es un problema vivir sin uno de estos».

Esa fue la última vez que vi a la mujer que me robó el corazón.

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