por Emilia | May 16, 2017 | barcelona, blanco y negro, micro relatos, soledades robadas
Un día dejé de abrazar a las rocas. No sé cuándo empecé a no sentir por ellas la empatía necesaria para darles mi cariño. Ni porqué dejé de ver lo solas que están y el desgaste silencioso al que las somete el tiempo.
Recuerdo que, cuando era niña, jugaba a rozarlas con las yemas de los dedos e imaginar que sentía el rastro de otras personas que habían pasado por allí (y las habían tocado) antes que yo. Como si me recorriese una pequeña descarga eléctrica, preñada de imágenes. Luego me despedía de ellas y corría a casa para escribir las historias que me habían contado sus cicatrices en aquellas libretas que llamaba «La memoria de las piedras».
Pensándolo bien, tal vez debí preguntar a alguien si ser adulto valía la pena. O pedir que me hicieran un croquis para no perder cosas importantes por el camino. Que no era malo mantener el Don de escuchar lo que nadie oye: los secretos de las piedras.
Ojalá hubiese sabido el momento exacto en que iba a despedirme de mis compañeras de juegos, de esas Maestras cómplices que me enseñaron que las rocas también pueden quebrarse. Que ser fuerte no es sinónimo de indestructible. Que hay abrazos que no duran para siempre y otros que nunca se pierden.
por Emilia | May 8, 2017 | barcelona, blanco y negro, micro relatos, soledades robadas
– «Bienvenida al Rompehoras» -te digo mientras abres los ojos.
Te he hecho cerrarlos y caminar el último tramo a ciegas. Me miras y me falta el aire. Ha llegado la hora.
– «Verás» -carraspeo- «este lugar tiene una historia muy especial. Aquí había una casa donde vivía una pareja. Unas versiones dicen que Ella venía de una familia riquísima pero que había renunciado para vivir con su amor. Otras cuentan que el rico heredero era Él. Sea como fuera el día que se instalaron traían cuatro cosas, entre ellas un reloj de pared como éste» -digo señalando a uno de ellos mientras intento calmarme- «y que llamó la atención de todo el vecindario. Desde aquel día a esta la llamaron la Casa del Reloj.»
Me tomas de la mano y paseamos entre los cientos de relojes abandonados. «Sigue» me dices.
-«Los hijos llegaron a la Casa del Reloj a la vez que la Guerra. A Él lo destinaron al frente y a su vuelta descubrió que los bombardeos le habían dejado sin familia. Desgarrado, unos cuentan que se disparó en la cabeza, otras versiones que le encontraron ahorcado. Pero todos coinciden en que dejó en el quicio de la puerta el precioso reloj, detenido, con una nota de despedida: «es un sacrilegio que el tiempo siga transcurriendo sin ti.»
Siento cómo me aprietas de la mano con más fuerza.
– «Los vecinos, conmovidos, fueron incapaces de retirar aquel reloj. La historia original se fue convirtiendo en otra cosa, en algo parecido a lo de poner candados en los puentes y tirar la llave. Nadie sabe quienes fueron los primeros en empezar a traer aquí relojes detenidos y notas de amor.»
Me sonríes. No sé si porqué sabes que todo eso me lo acabo de inventar o porque intuyes que no me atrevo a decirte que en este cementerio de relojes se acumulan las horas que he pasado y paso lejos de ti. Que soy yo quien cree que es un sacrilegio que el tiempo transcurra sin estar a tu lado. Que se amontonan ahí los segundos en los que no me atreví a ser valiente y los minutos en que callar que te amo me pareció una buena idea.
-«El Rompehoras… es un buen nombre para uno de tus relatos» -me dices.
-«O para un luchador de pressingcatch» -contesto mientras bendigo al humor que siempre me permite huir.
por Emilia | May 3, 2017 | barcelona, blanco y negro, micro relatos, soledades robadas, sombras
Todos tenemos un lugar mágico al que siempre acudimos para estar a solas. Recuerdo que aquel vino de más me hizo hablarte del mío el día que nos conocimos. Sí, no olvido que fue también cuando te conté que en aquel rincón era donde llevaba años entrenando para ganar el Campeonato del Mundo de Esperar lo Imposible. Tú asentiste divertida y me regalaste una de esas sonrisas luminosas que deberían ser patrimonio inmaterial de la humanidad.
Lo que no te conté entonces es que era allí donde me sentaba al volver del cole cuando me habían hecho sentir un bicho raro. Ni que mis inquietudes adolescentes o mis dudas existenciales habían encontrado en esas escaleras el escenario donde moldear mi personalidad. Tampoco me atreví a decirte que me encantaba sentarme por las tardes porque el sol hacía que le diera la espalda a mis sombras. Y que aún pienso que cuando dejas atrás literalmente tu lado oscuro se puede soñar mejor.
A nadie le hablé de las incontables soledades que tejí allí mientras fabulaba los «qué pasaría si» y los «qué pasará cuando». Porque aquel era el territorio donde se podía llorar pero también se debía soñar. En esos escalones estaba a salvo de mi miedo a que la felicidad fuese aquello que pasa en la vida de otros. A que sólo llegase a mí como cómplice pero nunca como protagonista.
Aquella tarde al verte llegar me agarré de las rodillas en un gesto que era mitad timidez y mitad protección. Porque nunca me preparé para salir al escenario y bailar con nadie; porque la Luz duele y lo desconocido asusta. Me saludaste con la mano y sonreí como si acabase de aprender y no supiera (ni quisiera) dejar de hacerlo. No había vuelto algo tan intenso desde mi infancia. Aquella sensación inolvidable cuando todo era nuevo, cuando todo estaba por descubrir.
Vértigo. El dulce vértigo de estar al borde del precipicio deseando dar un paso adelante. Aterrada pero ansiosa por intentar volar. A tu lado. El resto de mi vida.
por Emilia | May 1, 2017 | barcelona, blanco y negro, micro relatos, soledades robadas, sombras
Aquí fui feliz. A veces siento que fue en otra vida, que todo forma parte de la trama de una película o de un libro que no consigo recordar cómo terminaba. Últimamente vengo con más frecuencia, como si sólo aquí pudiera reencontrarme con quien no volveré a ser.
Los primeros días el portero me saludaba. Ahora se limita a observarme de lejos, creo que le doy miedo o lástima. Seguramente ambas cosas.
Siempre hago lo mismo. Contemplo el balcón unos minutos, me recuerdo que fui capaz de ser feliz y vuelvo a mi rutina preguntándome si quién vive ahora aquí será capaz de sentirlo. Si aún tiene fuerza para quemar las manos que lo toquen. O si un poco de pintura y muebles nuevos ha sido suficiente para borrarlo.
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