Hace falta que te diga…

Hace falta que te diga…

—»¿Y de qué estábamos hablando?» Atardece. Lo sé por la luz y el sonido suave de nuestra plaza: niños, pasos, vencejos, viento, sillas, perros, las campanas de la catedral. Y tu voz.

Te miro y aún te puedo ver despeinada y desnuda aquella primera vez. Sigo sin querer buscar a tientas la ropa. No quiero vestirme, no quiero irme. Ni dejar de tener 37 años y la certeza de estar frente al amor de mi vida. No quiero hacer nada que no sea mirarte así, mientras tus dedos se enredan en mi pelo, mientras se hace de noche y la vida se recoge en silencio. Con todo lo que nos quedaba aún por hacer y soñar.

Y pienso cosas como que o soy un cretino o el último romántico. Que llevo más de la mitad de nuestra vida amándote entera pero teniéndote sólo a pedazos. A mordiscos.

No, ya no somos aquellos jóvenes que buscábamos la clandestinidad para desarmarnos a besos. Aún así te hice bígama para seguir queriéndonos de la única forma que supimos: todo y siempre.

Vi crecer a tus hijas al ritmo que lo hacían tus canas y la panza de tu marido. Siempre que os veía pasar esperaba que aquel fuera el día en que nos diríamos que sí a todo, que ya no quedaban cicatrices pendientes, porque no hay mejor hora del dia que la que paso a tu lado. Envejecí sin decirte que tengo las manos llenas, que son tus pestañas/mejillas/labios/ sueños lo que beso cada vez que cierro los ojos muy fuerte.

Aún hoy, que soy perro viejo, todo es nuevo y brilla a tu lado: haces que el mundo huela a cosas por estrenar. Y me siento fuerte, he crecido para poder acompañarte en todas las tormentas. Que tengo pararrayos, botas de agua, brazos que te arropen, besos preparados debajo del paraguas…

Pero no me atrevo a decir todas esas cosas. Debí hacerlo hace mucho.
Hoy tus ojos me contemplan, creo. Pero ya no me ven, hace años que te has perdido en el laberinto que ha borrado tu memoria.
En esa niebla ha quedado para ti nuestra historia y quién he sido.

Pero yo sigo aquí. Amándote. Cada gesto. Cada curva. Cada poro de tu piel. Cada milímetro de tu alma. Cada palmo de tu ansiedad.

—»¿Y de qué estábamos hablando?» – repites.
Las palabras se hacen un ovillo en mi garganta. Te observo y te sonrío con la esperanza que sientas que, para mí, sigues siendo la mujer más hermosa del mundo.

error: Alerta: Contenido protegido. Si necesita algún texto o fotografía contacte con www.emiliagalindo.com