La Mercè

La Mercè

Las clases empezaban el día 15 de septiembre. Llegábamos aún acalorados de tres meses asilvestrados y tardábamos días en situarnos. Poco a poco vendría el ciclo rutinario de nuestra vida escolar. Pero aún no. Las fiestas (en plural siempre) de La Mercè rompían el ritmo cuando apenas llevábamos una semana de clases. Como si el verano necesitara morir irremediablemente con sardanas, correfocs, cabezudos, castells y conciertos.

Había dos cosas que yo esperaba con ilusión año tras año. Las lágrimas de Santa Eulalia y los «fuegos» de Montjuïc.

Alguien me explicó siendo muy niña una tradición que dice que siempre llueve el 24 de Septiembre: «Nena son las lágrimas de Santa Eulalia». La otra patrona de Barcelona llora por el olvido y la traición de los barceloneses que buscaron una segunda patrona que la desplazó. Así que, dispuesta a deslucir las celebraciones de su rival La Mercè, se las apaña para que ese día llueva. La imagen de dos santas rivalizando llenaba mi imaginario: esa enemistad divina siempre me pareció inquietante pero fascinante: Dos figuras envidiosas, dispuestas a hacerse entre ellas (y a sus protegidos) la puñeta… y una de ellas con sus melancólicos sufrimientos y despechos (a lo Chavela Vargas) sumida en el llanto, ordeñando nubes. Lejos quedaba la ciencia diciendo que lo normal es que haga mal tiempo en los primeros días de otoño y que lo sintamos aún más porque todavía estamos acostumbrados al verano.

Lo segundo que me ilusionaba eran los «fuegos de MontjuÏc». Hoy les llaman piromusical, palabra pretenciosa que siempre me hace pensar en Nerón el pirómano paseando con una lira. La mayoría de las veces subíamos a verlos al Terrat de casa con mis hermanos o mis primos. Y yo contemplaba el espectáculo de la luz y el sonido llegando a destiempo hasta nuestra pequeña atalaya del poble sec. Entonces sucedía: no hacía falta que mi madre hablase de «rebequitas» o que yo percibiera cómo la piel se me quedaba fría. Aún hoy, esta noche, he sido testigo de nuevo de ese momento mágico. Y es que sólo durante los fuegos llega el Otoño a mi calendario.

Mi remolino de estrellas

Mi remolino de estrellas

«Gira el mundo gira en el espacio infinito, con amores que comienzan, con amores que se han ido con las penas y alegrías de la gente como yo»…

Dos horas exponiendo el cielo nocturno (a intervalos de 30 segundos) da para pensar, sentir frío, tener unas insólitas e inoportunas ganas de hacer pis, hambre, miedo, calma, cosquillas, ataques de sonrisas luminosas y ganas de mandar a la mierda el equipo fotográfico y entregarme a la lujuria de tus besos.

Y por supuesto, también hay espacio para esas sesiones de karaoke eufóricas en las que el aleatorio del móvil elige la música y mi corazón desvergonzado se pone a cantarla.

«Il mondo non si è fermato mai un momento, la notte insegue sempre il giorno…»

Si alguien pasó por allí, (un guarda forestal, un granjero o algún Troll milenario) al escuchar mis gorgoritos imitando a Jimmy Fontana seguro que se alejó meneando la cabeza murmurando que estas mediterráneas están locas. Más o menos como haces Tú aunque sin esa sonrisa con la que recibes mis locuras sureñas.

Esta noche también suenan Los Burros; aunque hoy la he puesto con premeditación y no he dado saltitos de sorpresa al reconocerla. Te vuelvo a cantar como entonces «Tú me sobrevuelas». Pero lo hago bajito, como cuando tú me cantas con tu cabeza apoyada entre mi cuello y mi pecho. Así sólo las brujas del alba que cruzan el cielo, tu mirada (azul) azabache, los alientos de fuelle y hoguera de los que no quiero escapar vuelven a ser testigos que, “mi remolino de estrellas, quiero estar donde Tú estés.

Nærhet

Nærhet

Nærhet.

Cuando era niño nunca entendió porqué habían escrito en la lápida de su madre esa palabra que, en Noruego, significa cercanía física. Si lo preguntaba (o si quería saber porqué estaba enterrada a mil kilómetros de casa) se limitaban a decirle que eso es lo que ella había querido.

No fue hasta la muerte de su padre que supo muchas cosas. Entre ellas, que había heredado una casa cerca de Stavanger, a escasos kilómetros del cementerio donde yacía su madre desde hacía décadas. Según le dijo el notario, había sido de sus abuelos maternos y el primer hogar de sus padres al casarse. Nunca la habían vendido, desde hacía años una mujer se había hecho cargo de cuidar aquella propiedad. Lo que no sabía aún era que conocer a la señora Brekke cambiaría su vida.

Se encontraron en el cementerio, Ella le recibió con un abrazo cercano y familiar. Dejaron un ramo de flores en la tumba de su madre y fueron al que, aunque él no tenía ni idea, había sido su primer hogar.  Mientras paseaban por la casa, que parecía un museo dedicado a su madre, le contó cosas que él no recordaba de su infancia en aquel lugar.

Al llegar a uno de los dormitorios, la anciana abrió el cajón de una cómoda y sacó algo de él.
«Esto es para ti, llevo años guardándolo. Debes saber que tu madre te quiso sobre todas las cosas. No la juzgues, por favor.» -le dijo con lágrimas en los ojos al entregarle un viejo cuaderno.

Leyendo el Diario de su madre supo era de esas personas que saben reír a carcajadas, abrazar y hacer el amor apasionadamente. De las que recorren con los dedos las facciones de su amor mientras están en la cama. Y que tenía la creencia que las manos poseen una memoria táctil donde quedan registradas sensaciones. Quizás por eso uno de sus pocos recuerdos de infancia era ver a su madre contemplando y acariciando fotografías: con nostalgia las de su juventud y siempre con orgullo en las que aparecía él.

A medida que leía iba reencontrándose y descubriendo a aquella mujer apasionada a través de su caligrafía y sus secretos. A través de aquel diario fue testigo de cómo aquellas noches se entregaban al sueño en perfecta sincronía mientras se fundían en abrazos. Vio cómo sus manos se buscaban para recorrerse sin rumbo y sin prisa. Y compartió la pasión de su madre aquel verano, cuando él tenía dos años, en lo que seguramente era su momento de mayor felicidad.

«No quiero vivir sin sentir lo que siento cuando estamos juntas. Nuestra Nærhet».

Con esas palabras finalizaba el cuaderno. Bajó de la habitación. La señora Brekke le esperaba de pie con la mirada perdida y ese gesto sereno de quien atesora una sabiduría paciente y generosa.

– ¿Sabes?- le dijo- recuerdo que siempre le decía “joder qué guapa eres”. A todas horas. Y es que lo era, no importaba si estaba con ojeras,despeinada, recién salida de la ducha, de la cama, bajo el sol o en la oscuridad de las noches del invierno ártico… para mí no había nada más precioso.

Supongo que era cuestión de tiempo. No era tonto. Descubrió los diarios. Tu madre me dejó éste con una carta de despedida. Os ibais al Norte, era lo mejor para ti. No quiso que perdieras tu entorno estable, tu familia. Tú lo primero. Incluso antes que ella misma. Y por supuesto que nosotras.

Tiempo después recibí una llamada de tu padre desde vuestra nueva ciudad: quería verme urgentemente. Llegué al hospital de madrugada después de conducir durante horas. Él me esperaba en la puerta.. Hablamos poco, Ella deseaba pasar los últimos días en el sur, donde tan feliz había sido. «Nærhet», me dijo. Tampoco debió ser fácil para él, añadió acariciando un retrato en blanco y negro de su madre que él jamás había visto.

– «Fue la última semana», -dijo la señora Brekket, acercándole la foto- «Seguía siendo el ser humano más bonito del mundo. Tú acababas de irte con tu padre a la guardería y Ella os había despedido sentada en el porche. Tenía los ojos cerrados, probablemente por el dolor y el frío. Quién sabe, aquellos días apenas hablaba. La vi desde la cocina y quise hacerle una foto allí, tranquila, con aquella luz. Pero cuando salí, abrió los ojos y me descubrió allí de pie, junto a ella, con la cámara en la mano.

Nos miramos fijamente, de una manera extraña, como si de pronto ya lo supiéramos todo. No sé si el click fue el de la cámara o el de mi corazón al romperse, no era consciente de estar disparando.  Entonces, tu madre me sonrió y pude escuchar cómo con un hilo de voz susurraba convencida:
– «Joder, qué guapa eres».

Sverd i Fjell (Postales Noruegas)

Sverd i Fjell (Postales Noruegas)

Corría el año 872 cuando el rey Harald Fairhair unificó Noruega bajo su corona.

La batalla final ocurrió en el fiordo de Hafrsfjord, donde hoy lo recuerda el monumento Sverd i fjell. Son tres espadas de más de 10 metros de alto que están incrustadas en la roca de un montículo del fiordo. La espada más grande representa al victorioso Harald, y las dos espadas más pequeñas representan a los reyes vencidos.

Eso dice la Historia, porque la leyenda popular nos cuenta que el tamaño real del espadón carnal del Monarca era más bien pequeño y disfuncional. Tanto era así que sus herederos tenían todos el mismo perfil que el joven Obispo de Stavanger, abnegado confesor de la Reina. No en balde, dicen con sorna en el pueblo, por algo el Reno era el animal que lucía el Rey Harald en su escudo de armas.

Siglos después, antes de inaugurar el monumento en 1983, se rumorea que el rey Olaf V de Noruega convocó de forma secreta a un grupo de sabios. El objetivo era consolidar una historia que tapase aquella otra sobre la cornamenta, el pingajo inerte y la bastardía de su linaje. Se acordó -y así consta en las guías- contar una leyenda en la que se explica que este es un milenario emblema de la paz, ya que las espadas están incrustadas en roca sólida, de dónde nunca puedan ser retiradas y provocar una nueva guerra.

Los mayores aún recuerdan cuando llegó el turno de los discursos la mañana de la inauguración. Por aquel entonces era alcalde el legendario comunista pro soviético Hÿlm Lunde (ateo y republicano convencido) que escuchó al Rey explicar la nueva leyenda sin dejar de sonreír.
Al terminar el monarca, Lunde tomó la palabra e inició su discurso así:
-«Gracias, Majestad, esta historia seguro que se la han contado en el Obispado, porque el de aquí es bien conocido que de meterla bien metida saben un rato».

Bach Suite 1 (Postales Noruegas)

Bach Suite 1 (Postales Noruegas)

Nota 1: Sobre la «Épica de lo cotidiano».

Escribir sobre ese momento después de la lluvia cuando, paseando por el barrio viejo de Stavanger, desde una de las casas llegaba el sonido de alguien que se ha puesto a ensayar con un violonchelo el preludio de la suite n1 de Bach.

Y sobre cómo me he puesto a llorar en silencio haciendo aquella foto.

‬Y que no sé cómo se hace para dar gracias a la vida por hacer que algo cotidiano para un desconocido se convierta en inolvidable para mi.

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