La ley del silencio

La ley del silencio

Quiero poder plantar mi trípode y sólo preocuparme por el encuadre, la alquimia de los números y ese baile delicioso entre mis córneas y la luz derramándose en colores.

Quiero ahorrarme los «hola guapa», los “hazme a mí la foto, nena», los «menuda cámara» y los «mmm mira cómo agarra el objetivo». No necesito los «puta malfollada», «total ni muerto te la metía» y mucho menos los «te dejaba yo en el rompeolas flotando.»

No quiero pasear cabizbaja por la playa a las seis y media de la tarde simulando una llamada telefónica. No quiero que nadie me siga durante un interminable y eterno minuto y medio con una bicicleta por la playa de San Sebastià jadeándome lo solita y cargadita que iba.

Tampoco me vale el «es que ya te vale ir sola por ahí estando oscuro.» Es mi ciudad. Soy una persona adulta. No quiero interiorizar que está bien y es normal tener miedo. No quiero seguir pensando en cuánto tardaría en empuñar el trípode y asestar un golpe a un agresor. Ni tener el 112 marcado en el móvil. No quiero normalizar que a las mujeres nos maten por ir solas. No quiero mirar con desconfianza a los hombres con los que me cruzo.

No debería tener miedo por pasear en la playa de mi ciudad un lunes a las seis y media de la tarde. No debería tener miedo por llevar una cámara de fotos y una mochila con objetivos. No debería tener miedo a salir por mi barrio con la sombra de cuatro violaciones en la esquina de mi casa. No debería tener miedo por ir sola. Punto.

Pero lo tengo. Sin embargo no pienso dejar de ser yo. Ni renunciar a atardeceres como estos. Quizás por eso hoy hablo, cansada de silenciar los micromachismos que me rodean como mujer; ni los acosos, la mezquindad, el Mal. Tal vez no sepa cómo combatirlo pero no pienso callar más. La ley del silencio no funciona conmigo.  Ya no. 

Santa Lucía

Santa Lucía

Tengo debilidad por Lucía de Siracusa. Cómo no hacerlo: era mujer, mártir, siciliana y es patrona de los pobres, los ciegos, los niños enfermos, modistas, fotógrafos, afiladores, sastres, fontaneros y escritores.

Dice la leyenda que Lucía poseía unos ojos tan cautivadores que tenía en celo lujurioso a un poderoso pretendiente romano. Así que ella misma, para lanzar un claro mensaje a su acosador, se los arrancó y se los envió en una cajita al susodicho salidorro.

Bueno, mi debilidad por ella va más allá de esa historia un tanto gore (como tantas en el martirologio). Hay una parte biográfica en la que la protagonista es mi madre llevándome a la Catedral los 13 de Diciembre de mi niñez. Todo me fascinaba: las aglomeraciones de gente en la catedral, la capilla de santa Lucia, aquel mar de luz formado por cientos de velas moviéndose al unísono y casi al ritmo de los sonidos de la Fira de pesebres cercana. Allí estaba con mi modista favorita, ajenas las dos a la historia de la santa sin ojos.

Tal vez mi madre (sin saberlo) honraba con ese peregrinaje la antiquísima tradición que se remonta a la edad media, de su Sierra de Baza natal en la que, para rendir homenaje a la santa se encendían hogueras esta noche. Quizás en ese mar de luces de santa lucías pasadas y presentes haya algo de todos esos antepasados cuyos genes han compuesto (de forma caprichosa) el ser biológico que soy.

No sé si hay ventanas mágicas entre pasado y presente. Lo que sé es que me atrae este momento más allá de la festividad religiosa. El momento de Oscuridad máxima y la celebración de la Luz. Hoy en día seguimos el calendario Gregoriano y la noche más oscura y más larga del año es la del 21. Pero en la cronología antigua el solsticio de invierno era del 13 de diciembre. De ahí la fiesta de la Luz, de Lucía.

No me avergüenza decir que me gusta la Luz pese (o porque) soy insoportablemente fotofóbica. Ni que me pirra hacer fotos a bombillas. O que me gusta que sea este un día en el que una Mujer trae Luz al mundo. Como mi madre ilumina mi vida cuando me toma de la mano y entramos juntas  en la catedral.

Agujeros negros

Agujeros negros

Cuando robo una foto suelo hacer mío a quien aparece en ella. Es inevitable. Les esbozo una historia, cuido sus heridas, les trato con cariño y respeto. E inmediatamente se convierten en habitantes de mi archivo de Soledades Robadas. No sé si viven felices haciéndose compañía entre ellas. Mi tendencia natural es creer que sí, del mismo modo que suelo emocionarme con los gestos de Amor que percibo o siento en mi mundo.

Mis «solos» (y solas) pueden ser víctimas, suelen ser héroes. Pero jamás verdugos. Sin embargo sé que (aunque sea por pura estadística) entre ellos puede que haya fotografiado a algún pederasta. A algún maltratador. Un asesino. Gente cruel. Agujeros Negros. Llamo así a esa gente que querría ser una estrella y no es más que un remanente de la luz que roba de otros. Personas incapaces de salir y expandirse, condenadas para siempre a estar encerradas y consumirse en sí mismas. Superadas por la sombra, abismáticamente egoístas. Malvadas.

Pienso en las estrellas luminosas que tienen la desgracia de acercarse demasiado a uno de estos agujeros negros. Cómo el tirón gravitatorio las atrae poderosamente, acercándose tanto que se alargan y estiran como una goma hasta que su vida queda completamente destrozada. Los científicos llaman a eso un «evento de disrupción de marea».Yo necesito definirlo usando varios insultos encadenados.

Me duele imaginar al agujero negro tragándose grandes fragmentos de la estrella triturada, que mientras muere libera suficiente energía como para generar brillantes destellos que pueden llegar a durar meses, incluso años enteros. Y en el verdugo jamás desaparece el instinto depredador ni el hambre insaciable. Sin un ápice de empatía.

Son tiempos rarunos, me susurra Pepito Grillo. Está pesadito recordádome los peligros (reales) que hay alrededor de eso de robar soledades. Pero sobretodo me pregunta cuándo voy a poner la brújula rumbo Norte e ir donde las sombras se hacen pequeñas y las esperanzas grandes.

El Cementerio de las Palabras que nunca llegaron

El Cementerio de las Palabras que nunca llegaron

Nadie sabe cuántos años lleva eRRe siendo el Custodio de “El Cementerio de las Palabras que nunca llegaron”.

Le conocí una tarde en el Jardín Romántico del Ateneu mientras esperaba a la Colla de Cabrons más adorable de la ciudad. El cómo, el dónde y el cuándo llegué a intimar con eRRe y, sobretodo, la localización de su Sancta Sanctorum es algo que no puedo compartir.

-«No esperes encontrar aquí lápidas, ni flores, velas o piedras.» -me dijo al darme la bienvenida hace años.

Entonces no sabía que allí sólo se escucha el silencio hiriente que deja en la piel los deseos imposibles de miles de historias anónimas. Ahí están dándose entre sí consuelo o tortura, fonema a fonema, sílaba a sílaba sin importar el idioma.

Al principio venía sólo de visita, le observaba fascinada extender con respeto el cadáver de cada palabra, letra a letra. Hasta que un día eRRe me miró a los ojos y me dio el pésame con un apretón de manos. Aún había entre sus dedos la sangre de algunos anhelos que nunca me atreví a decir y que se me habían podrido en el alma.

-«No sé si tengo hoy el cuerpo para hacerte de cirujano»-me solía decir cuando iba a visitarle con el corazón emponzoñado.

Lleva años haciendo la vista gorda cuando me pongo a excavar con mis propias manos fosas clandestinas para los insultos que hubiesen reforzado mi autoestima contra quien me ha hecho daño.

-«¿No habías dejado de fumar?».

Así me ha hecho entender hoy que me he pasado esparciendo las cenizas de algunos verbos en imperativo suplicante, esos que aún hoy me hacen aguantar la respiración en cada latido de mi corazón y de mi sexo.

Es su forma de decirme que me haga un favor. Que no lleve al cementerio todas mis palabras. Que deje que algunas lleguen. Quien sabe a dónde. De momento hasta ti que me acabas de leer por culpa del bueno de eRRe.

Suicidas invisibles

Suicidas invisibles

Hacía más de veinte años que no pensaba en el Hombre de la Estación de Plaça Catalunya. Hoy, de pronto, me ha venido su imagen de pie en el andén observando la llegada del metro.

Empecé a fijarme en él por las mañanas cuando iba a la facultad. Siempre estaba allí, elegantemente vestido de negro. Algunos días tenía una expresión concentrada que le daba un aire profesional. Era como si dependiera de él la llegada del tren y la vida de todos los pasajeros, dentro y fuera de los vagones. En otras ocasiones parecía abatido, con esa expresión de auténtica derrota que muy pocos hombres saben llevar con dignidad. Tenía la sensación que Él era invisible a los demás, como si formase parte del mobiliario urbano de la estación. Allí estaba plantado, sin molestar, de pie en un extremo del andén, observando el túnel. Testigo de la llegada del metro, uno tras otro, sin subirse a ninguno.

Hoy me ha estremecido recordar la última vez que le vi. Nunca se lo he contado a nadie. Cuando era joven porque no quería que pensaran que estaba loca; luego porque su recuerdo se ha desvanecido en mi memoria hasta hoy.
Era invierno, yo llegaba tarde y estaba perdiendo aquel tren.

Allí estaba, aunque esta vez para mi sorpresa estaba subido al Metro. De pie en el vagón, frente a la puerta que se cerraba ante mi, me observaba fijamente. Y pude escuchar dentro de mi cabeza su voz hablándome con una profunda resignación: me mantengo vivo por pura educación. Bebo, como, camino por el andén. Los demás picáis el anzuelo, pero yo sé en mi interior que estáis equivocados: hace ya mucho que estoy muerto.

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