Ausencias

Ausencias

Conocí a un hombre que iba cada mañana, a la misma hora exacta, a un punto concreto de la playa de la Barceloneta. Los 365 días del año, sin importarle la lluvia, el frío, los empujones de los turistas o el riesgo de insolación.

Hoy he sabido que ha fallecido a los 90 años.

Había oído hablar mucho en el sector del «chalao de la Barceloneta» pero nos conocimos personalmente hace quince cuando entró a ser uno de los actores que yo representaba.

No he visto a nadie actuar con tanta clase. Hacía grandes los pequeños papeles de reparto ya fuese como abuelo, sabio templario o jubilado despistado. Y hubiese triunfado más aún si no hubiera sido porque no acudía jamás a un casting o aceptaba un papel sin asegurarse que podría tener sus mañanas libres para ir a la playa. Y, por supuesto, nada de viajar fuera de Barcelona.

Con el tiempo ganamos confianza mutua y una complicidad que, en las interminables pausas de una filmación, permitía compartir confidencias con un pitillo en los labios. Fue en una de esas ocasiones cuando le pregunté por su historia con la playa.

«Sé que me llaman el chalao» -me dijo con cierta resignación.

Y mirándome a los ojos, me habló entonces de aquella mañana en plena guerra cuando las bombas fascistas les pillaron camino del colegio. De aquella esquina junto al mar donde, antes perder el conocimiento, vio por última vez a su madre y a sus dos hermanas.

-«Cuando salí del hospital iba a diario, con aquella ingenuidad infantil que me hacía tener la esperanza de reencontrarlas… quizás nunca he dejado de ser niño, porque no he faltado ni un día a esa cita.»

Su peregrinación frente al mar se hizo densa en su sangre. Luego la posguerra, el trabajo en el taller del barrio, mujer y niños, el grupo de teatro… y un día, sin saber cómo, estaba calvo, con canas y rodando un anuncio.

«Esos ratos en la playa todos estos años han sido mi forma de hacer que ellas tengan su propio espacio en esta vida mía de la que no han formado parte… y cuando yo ya no esté, mi ausencia en este rincón de la Barceloneta podrá reunirse al fin con las suyas »

A la hora del patio

A la hora del patio

Acababa de empezar como maestra de parvulario cuando tuve el accidente y supe que nunca podría tener hijos. Han pasado ya cuatro décadas y en cada promoción me he enamorado de uno de mis alumnos. Este último curso me ha robado el corazón una pequeña terremoto de 4 años que cada mañana, al entrar en clase, me dice que me ha echado mucho de menos. María es de esas niñas que en cuanto atraviesa la puerta lo ilumina todo. Tiene además el don de intuir si alguien tiene un mal día y arrojar toda su luz contra los fantasmas. Me recuerda un poco a aquel otro alumno que, al darse cuenta de mi leve cojera, me preguntó preocupado si me dolía. Le respondí que había días en que sí, me dolía un poco. Y él, dándome su diminuta mano, me dijo mientras caminábamos hacia el aula: pues hoy no corremos y vamos despacito. Y así lo hicimos, día tras día, todo aquel curso de 1980.

Algunos niños a esta edad poseen una empatía que rara vez encuentras en los adultos. A veces observo a María animar a sus compañeros cuando se equivocan o acercarse a los niños que pasean solitarios por el patio con su generosidad genuina para jugar y esa sonrisa luminosa con que convierte en mágicas las cosas sencillas: como cuando nos pide que escuchemos el sonido del viento y mueve sus manitas al ritmo de una música imaginaria que, quizás, sólo los más pequeños aún escuchan.

Aún me conmuevo escuchándoles hablar en el patio de las grandes cuestiones de la vida: el amor, el perdón, el miedo, el futuro. Hay en ellos tanta verdad e inocencia que, aunque oficialmente soy yo quien intenta enseñarles cosas, en realidad no dejo de aprender de ellos cada día.

Hace unos minutos, observándoles en el columpio, me han dolido más de lo habitual mis dos viejas cicatrices: la de la cadera y la de la madre que nunca pude ser. Como si hubiesen podido leer en mi alma, los pequeños se han acercado hasta mí, liderados por María que gritaba «la seño necesita un achuchón». Y, durante esos segundos de caótico abrazo, he cerrado los ojos y he podido sentir que el universo estaba en paz detrás de mis párpados.

Papirofobia y otras heridas

Papirofobia y otras heridas

-«Míralo, ya está aquí.» -te digo.

Como cada mañana, se detiene en la antigua papelería junto a la catedral y observa el escaparate sin prestar atención ni a los preciosos cuadernos ni a la variada oferta de papeles de los más diversos gramajes. Sólo reacciona, con un mal disimulado gesto de sobresalto (o quizás sea una mueca de dolor), cuando su mirada encuentra las cajas de cartón. Entonces murmura algo y se marcha calle abajo a hacer lo que sea que haga con su vida.

-«¿Y viene cada día?» -preguntas. Asiento con la cabeza y te explico las diferentes teorías que corren por el barrio sobre el misterioso hombre que se asusta de las cajas de cartón. Dicen que fue frente a una de ellas cuando se dio cuenta que todo había acabado. Acababa de dejarle y estaba solo en casa llenado una caja con las cosas que Ella no se había querido llevar. Fue entonces cuando sintió la congoja atenazando su cuerpo, como una hiedra invisible y traicionera queriendo dejarle sin aliento. Y supo, como se tiene certeza de algunas cosas, que jamás olvidaría aquella imagen suya sosteniendo una caja de cartón.

Desde entonces las odia pero a la vez no deja de buscarlas. Le traen el eco de una etapa que aún se cierra, de una pérdida, una despedida. Sabe bien que las cajas sólo sirven para meter en ellas lo que no vamos a utilizar en un tiempo, o las pertenencias de alguien que no está y en muchas ocasiones son cosas que nos hieren. A veces las guardamos a toda velocidad, para no sentir demasiado el peso y el dolor que conlleva ese momento. En otras ocasiones las usamos para acumular lo que nos da miedo tirar y que ya no necesitamos ni necesitaremos. Y convertimos los altillos de nuestra vida en una colección de cajas de cartón repletas de ausencias, de inutilidades, de pesadas cargas.

Cada mañana el escaparate le recuerda a aquella caja que tuvo que cerrar. Y que aún le duele. Y no puede hacer nada más que dejarla doler. Bueno sí, sentir el ilusorio alivio de poder escapar, calle abajo, del tiempo en que aún le importaban las cosas de la polvorienta herida de su altillo.

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