Cambio de estación

Cambio de estación

Los viejos Druidas estaban convencidos que cada hombre y cada mujer lleva en su interior un árbol. En las oscuras noches de invierno solían reunir a los niños junto a la fogata y les contaban leyendas sobre el ciclo de la vida.

Se nace de una semilla, creces y te ramificas dando vida a nuevos frutos que serán a su vez semillas para las siguientes generaciones. El árbol interior nos conecta con la Tierra y nos recuerda que estamos unidos con nuestras propias raíces (nuestra familia y entorno) y que formamos parte de un bosque. También que a medida que pasan las estaciones vamos perdiendo hojas, llegan otras y con ellas la lección que nos invita a recordar que estamos en constante evolución y que siempre podemos empezar nuevos ciclos de vida. Y poco a poco nuestras ramas serán tan altas que podrán tocar el cielo.

Me gustan estas viejas leyendas sobre árboles. Me hacen pensar en los almendros y parras de las que mi niñez aún pende despreocupada, observando atardeceres en Montserrat. También en aquellos años teníamos el Pino más alto y unas cuantas higueras a las que trepaba mi titán estibador. Con el colegio jugábamos en los troncos de los árboles del Miramar (que ahora sé que tienen un precioso nombre en catalán: «Bellaombra»). Me enamoré de un sauce llorón en un Kibbutz de Israel. Y años después lo hice de quien puso mi nombre a una acacia, aunque hace tantos años que parece que fuera en otra vida y probablemente lo fue.

Me gustaría tener línea directa con la Druida Púrpura y contarle que he dejado caer las hojas que ella me enseñó a utilizar hace 19 años. Darle las gracias por su guía y decirle que jamás renegaré de la que ha sido durante años la corteza que nos ha nutrido profesionalmente. Y es que sin ella alrededor tampoco me apetece ya moverme entre esa hojarasca, me dolería demasiado su ausencia.

Mañana empieza una nueva estación para este árbol raruno y sensible. Le brotarán nuevas hojas y me ramificaré otra vez. Empezar de cero siempre da vértigo pero con las palabras juego en casa, llevan toda la vida siendo mi refugio y mis aliadas.

Despedidas invisibles

Despedidas invisibles

Hoy he soñado con ellos. Era una mañana luminosa en el ático de mis tíos. Mi tata trajinaba en la cocina mientras canturreaba una copla.

– «Pasa, mi milusa»-me decía sin desatender lo que tenía en el fuego.

En el comedor, mi tete estaba sentado en el sofá. De fondo, en la terraza, mi primo Jose apuraba un cigarrillo mientras Fina comentaba algo sobre no sé qué casting y la ITV de su moto.

Me sentaba en el regazo de mi tío, emborrachándome con su olor, feliz del reencuentro y de oírle llamándome otra vez «(e)mililla». Le abrazaba y besaba mucho porque que era un sueño lúcido y sabía que el hechizo podía romperse en cualquier momento. Sin embargo, durante un rato, ahí estábamos todos juntos otra vez. En un mundo que ya no existe y del que despertar siempre te deja en el alma la sensación de vacío de una pompa de jabón cuando intentas atraparla.

Echo de menos oír la «tosecilla» de mi tete a través del patio de luces, comentar la lesión de Messi, escucharle hablar y decirle que le quiero. Poder contarle a Fina que me alejo del sector que a ella tanto le apasionaba, ese en el que entré a trabajar cogida de su mano hace 19 años. Y también tener en mi equipo la lucidez de mujer fuerte de mi tía, su espíritu siempre curioso que a sus 80 le hacía manejar un ordenador Linux para entrar en Facebook. Bueno, ella lo llamaba: «entrar al chafardeo». Y pocas definiciones mejores que esa.

Cuántas despedidas invisibles me he perdido. De esas que suceden a diario a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta. Y no (sólo) hablo de esos trenes que han salido o hemos dejado irse (acertando o equivocándonos). Me refiero a que no sé cuándo se desvanecieron esos días luminosos en los que ahora sólo puedo sumergirme en sueños.

Nadie me avisó que se agotaban, creí que el crédito era infinito, como los besos.

Sí. He soñado con mis muertos. Los que su herida aún me late a borbotones. Y saber que atesoro dentro de mí el registro nítido de sus voces, de sus gestos, sus olores, su tacto… me reafirma que siguen vivos en mí.

Siempre.

Regresos

Regresos

Cada vez que vuelvo a esta ciudad necesito romperme un poco. Es un pequeño ritual de esos nuestros, efecto colateral de la distancia y del tiempo. Te confieso que prefiero las otras rutinas. Los viajes de Ida. Las meriendas de huesitos y gominolas. Las noches de película, pizza y esos cuentos que improvisamos entre risas y que acaban siendo siempre historias acariciadas a cuatro manos y recitadas a dos voces.

He tardado días en sangrar estas palabras, perdona si lo hago así, derramándome sobre las aceras. Pero es que echo de menos tus pasos caminando por mi ciudad a esta hora, cuando brillan las ausencias en las luces de los escaparates y semáforos. Bueno, también extraño recorrer geografías desconocidas sin rumbo. Volver al hotel y que no sólo la calefacción esté encendida. Celebrar cada pequeño viaje, soñar historias inspiradas por la carretera y correr descalza por las playas en invierno.

Te echo de menos en cada cosa hermosa que me rodea y en cada mezquindad que me sobra. Añoro reír hasta dormirme. Vencer la batalla al insomnio sintiendo esa calma que sólo proporciona el olor de la gente que nos quiere.

Me gusta que me recojas en el aeropuerto. También oír tus pedos en el baño y tus suspiros en la almohada. Tener sexo con amor sin relojes. Sobre la cama. En el suelo. En el sofá. Contra la pared. A medio vestir. Desnuda. En la azotea de mi casa. Bajo tus párpados. A la hora que sea. Y sentir siempre que hay amor detrás de todo eso.

Me gusta tu lluvia de cosquillas suaves. Que me leas en voz baja. Estallar de risa y que se me llene la vida de arrugas e historias. Ver a mi familia feliz. Muy feliz. No tener miedo a la pérdida, al dolor, al daño. No tener miedo a casi nada.

Quiero amor siempre a raudales, con la edad que sea. Darlo y recibirlo. Cuidar a la gente que más quiero y acompañaros, veros crecer, superar obstáculos. Abrazaros muy fuerte cuando nos visita la muerte, el miedo o la enfermedad. Y en las noches lluviosas de otoño, cuando duelen las ausencias y se me nubla la vista, robarle épica de lo cotidiano a Barcelona y encapsularla en una foto.

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