Las princesas existen

Las princesas existen

La niña del pelo rubio tiene una mirada cargada de una especie de nostalgia crónica. Observa todo de forma silenciosa y melancólica.

-«Parece una adulta.» – han comentado más de una vez los profesores.

A muchos les parece tan responsable y organizada que a veces se les olvida que es una niña. No grita, no corre por los pasillos, siempre recoge sus cosas, cuelga la bata en el perchero y no se cuela en la fila delante de otras personas. Es paciente. Tranquila.

-«Esta cría sí que es buena.» -piensa cada mañana al verla el bedel del colegio.

Más allá de su pelo largo y su piel pálida nadie puede ver su corazón lleno de descosidos. Nadie le presta atención cuando a veces parece triste y se queda mirando algo fijamente unos minutos, como si no hubiese ruido ni voces de otros niños. Como si pudiera ver las cicatrices de la plaza. Como si entendiera esas heridas con la sabiduría de quien las sufre.

A su alrededor las otras niñas juegan, cantan y bailan. Ella las observa en silencio sentada junto a ellas. Tan cerca pero emocionalmente tan lejos. La niña de la mirada rubia y el pelo triste está en su pequeño paraíso. En ese universo donde no hay lugar para «esto no se lo puedes contar a nadie», ni tampoco tiembla al oír los pasos por el pasillo a oscuras, ni se le queda pegado a la piel ese olor a sudor ajeno.

No. En su mundo los monstruos, los fantasmas, la sangre, el dolor y las brujas no existen. Pero las princesas sí.

Esa es su verdad. Su refugio. Su conjuro.

«Sí, las princesas existen»- piensa. Pero no llevan coronas ni vestidos ni tienen poderes como en las películas y los cuentos. No. Las princesas visten como si fueran normales. Y viven en casas como las de todo el mundo. Y nadie sabe que son princesas. Sólo ellas. Ellas sí lo saben desde siempre.

Porque hay cosas que sencillamente “son” y “se saben” sin más.

(Foto III de la Serie en Blanco y Negro: «Nens a Sant Felip Neri» 2016-2021)

El clásico

El clásico

Quizá me guste tanto el fútbol porque tengo un vínculo muy emocional con él: mi armazón de mujer adulta está impregnado de emociones futbolísticas que se remontan a las primeras pasiones de mi infancia.

El fútbol es la banda sonora del transistor los fines de semana, las quinielas de mi padre hechas en familia. Los campos de fútbol de la Bauma y La Satàlia. Mi colección de camisetas empezando por la roja de mi hermano del equipo del Milà i Fontanals. Años después fui yo quien la vistió durante mi fugaz -y mediocre- etapa como jugadora.

Antes había jugado partidos en el patio del colegio, a veces pateando balones hechos con los envoltorios de aluminio de los bocatas que nos hacían nuestras madres. Y las finalísimas con mi primo en la terraza del ático de mis tíos, ahí aprendí la importancia de la colocación del pie al chutar para evitar que la pelota cayera a la calle.

El fútbol son las carpetas de mi hermano forradas con fotos de futbolistas: Quini, Maradona, Schuster… aquellos eran sus ídolos y el mío era mi hermano. Nos dormíamos dando las buenas noches al póster gigante del Barça de Venables y tenía pasión compartida (y mantenida) con mi hermana por Gary Lineker. El fútbol era mi tete y sus 94 años de Barcelonismo: él que vio a Kubala y murió feliz disfrutando de @leoMessi . Fútbol es también mi padre despertando en una UCI y preguntando qué ha hecho el Granada en la última jornada.

Sí. También lo obvio: las finales de Champions. Las ligas. Los goles. Los partidos cuando un gol te une en un abrazo con desconocidos que repentinamente son hermanos en la Fe. Esa fe compartida en Twitter con amigos (virtuales y no) a los que quiero y de los que aprendo mucho.

El futbol es el Barça de Johan Cruyff de mi adolescencia y el de Guardiola de mi juventud. Ambos representan todo lo que alguien como yo puede desear en el fútbol: la recuperación de la infancia, la lealtad, el juego estético, el triunfo sin trampas. Como ese clásico que se juega en el patio del colegio donde el fútbol es tan puro que no hace falta ni árbitro ni VAR.

(Foto II de la Serie en Blanco y Negro: «Nens a Sant Felip Neri» 2016-2021)

El Álex

El Álex

40 años después y aún es capaz de recordar el momento exacto en que conoció a su primer amor. Ella se cruzó con él en las escaleras cuando una voz la llamó por su nombre.

– «Mira, este es el Álex.»

Quien le hablaba era «el Míguel» (sí, con acento en la i y artículo) y le estaba presentando «al Álex», su vecino. Barcelona olía tanto a salitre que cuando el mar empapa la ciudad aún le evoca aquel momento. Era un día soleado y aquella cara un poco apepinada y aquel ademán un tanto chulesco le gustaron.

Aún no había cumplido 4 años y sintió el flechazo, prendándose de aquel niño de bata azul de rayas que se incorporaba a la clase de «Los Patos».

Desde aquel día hasta 6º de EGB compartieron pupitre. Álex era el líder de la clase: el mejor jugador de fútbol, el que sacaba buenas notas pero sin ejercer de empollón y el que provocaba suspiros en las compañeras.

Aún recuerda aquella sana competición por ver quién sacaba mejores notas. También recuerda cómo fue Álex quien impuso su presencia en los partidos de fútbol durante el recreo (era la única niña que jugaba) y por supuesto no ha olvidado ninguno de los relatos infantiles escritos a cuatro manos.

De aquella competitividad conserva un brillante expediente y la capacidad de ser capaz de compartir con alguien su pulsión por crear historias sin temer las burlas. Nunca hubo ningún acercamiento romántico, pese a aquel paquete clandestino que le regaló él en San Valentín cuando iban a 2º de EGB: unos bolis, una libreta y una nota. Aunque ella siempre estuvo románticamente enamorada de él, lo suyo fue un colegueo que sembró en ella una seguridad para tejer futuras relaciones de amistad con hombres. Muchas de las claves que explican su forma de ser se fraguaron en aquellos años.

Un día, mucho antes que ella despertara a la sensualidad y -menos aún- a la sexualidad, sus caminos se separaron. Él se mudó de barrio y colegio. Mantuvieron durante décadas contacto por carta y más recientemente por internet. Pero se había esfumado la magia de los paseos durante el recreo y los amores sin un solo beso que recordar.

(Foto I de la Serie en Blanco y Negro: «Nens a Sant Felip Neri» 2016-2021)

Querida K.

Querida K.

Querida K,

Hace unos días decidí adoptarte. Llegaste a mi por un anuncio en facebook que compartió una conocida. Era una llamada de una protectora para buscarte un hogar y algo dentro de mí se conmovió al verte. Quizá fue tu cara, sus ojos legañosos o ese rabito corto que me recordó a la gata con la que conviví 17 años… Pasé un día madurando la decisión y lo que supondría hacerme responsable de ti. Y decidí dar el paso.

Te llaman F. aunque para mi eres K. desde la primera vez que te vi y fantaseé contigo trotando por casa. Necesitas un hogar y yo me ofrecí a cuidarte y quererte. Trámites veterinarios al margen, ese debía ser el fin de la ecuación que te sacara de la jaula de la protectora y nos llevara compartir camino. Ilusa de mí.

Las personas de la protectora que te cuidan siempre han sido cordiales en su trato conmigo. El primer contacto fue rápido, casi inmediato. Antes de cualquier otra cosa supe que me costaría «acogerte» 130 €. Sí, fue un poco decepcionante que de lo primero me hablasen fuera de dinero y no de ti. De cómo eres. Cuál es tu historia. Cómo estás. Supongo que deben estar hartos de gente que cree que acoger un animal de una protectora es gratis.

No le di más importancia. Me detallaron los gastos veterinarios, que tenía que firmar tu esterilización obligatoria y la implantación de tu chip… lo de la eugenesia obligatoria me supone cierto escrúpulo moral (¿debo adoptarte sólo si me comprometo a esterilizarte?) pero no puse problemas. Quería cuidar de ti, flacucha blanquinegra. Los pocos que sabían que estaba iniciando el trámite de acogida ya se interesaban por ti.

Acepté rellenar un cuestionario que recibí por e-mail y en el que se preguntaba información personal sobre mí. Además de datos como dirección o mi dni había preguntas sobre mi vida (¿tienes hijos?¿vas a tenerlos?). Lo de la ley de protección de datos brillaba por su ausencia, es más: el word que me enviaron con el formulario contenía los datos privados de otra persona que (deduzco) había adoptado con tu protectora antes que yo.

Aún así, continué el proceso: una protectora no es una empresa, seré tolerante con sus errores aunque los considere graves. Y sobretodo, quería tu bienestar a mi lado. Respondí al cuestionario que valoraría mi «idoneidad» como tu «madre de acogida». Porque primero te tendría en acogida y más tarde tu tutela plena (adopción). Quién o bajo qué criterios se valoraría mi idoneidad para cuidarte es algo que no sé.

Entregado el formulario sobre mis capacidades como persona llegaba el momento de valorar mi casa como entorno adecuado para ti. En circunstancias normales, una persona de la protectora habría venido a casa y analizado la adecuación de mi vivienda. Sí, yo decido responder a la llamada de tu protectora para rescatarte y la protectora se mete en casa a ver cómo la tengo.

Pero con el Covid no vendrían, todo se haría por video. Así que grabé videos de mi casa, mi salida a la terraza, las ventanas interiores y exteriores y los envié aún sabiendo que quien las recibía eran las mismas personas que reutilizaban words con datos confidenciales. No importaba, mi voluntad de acogerte seguía siendo tan fuerte que aceptaba cosas que en otras esferas de mi vida no habría tolerado.

Enviados los videos la protectora me informó que debería instalar mallas metálicas de rejilla que cubrieran todo mi balcón. Yo ya planeaba colocar mosquiteras cubriendo la baranda pero la protectora me dijo que eso sería insuficiente y me reenviaron un video. Me pedían instalar una malla de techo a suelo a lo largo de toda la superficie de mi terraza. Esa era una condición de seguridad obligatoria, convertir mi balcón en una gatera para evitar que tú te suicidaras saltando desde el balcón.

Aunque no se considere «obra», una actuación de este tipo en las zonas comunes (como es la fachada y el balcón) requeriría aprobación de la comunidad. «La gente tenemos gatos sin convertir el balcón en una puta portería de fútbol». «Con el Covid las reuniones de la comunidad de propietarios se han aplazado hasta septiembre».

Tres meses. Tres meses para someter a votación si podía poner una malla de reja metálica tipo mosquitera permanentemente en mi terraza durante los años que vivieras conmigo. O si yo fuese a mala fe, durante el proceso de tu acogida y adopción y luego la quitaría. Tres meses. Mientras yo hacía todo el proceso tú, mi pequeña gata de un mes y una semana, seguirías viviendo y creciendo en un refugio de una protectora.

Envié un largo mail a la protectora explicando la imposibilidad de instalar lo que se me exigía. Y recibí una respuesta ambigua donde se me decía que era una absoluta pena pero que las protecciones forman parte del protocolo de adopción. Tu futuro no está conmigo, querida K.

No es fácil dejarte ir. Pero es lo segundo más generoso que puedo hacer por ti. Lo primero habría sido compartir vida juntas. Ahora toca que me deje de acongojar escuchar maullidos o ver videos de gatitos. Pasar el duelo. Y no, no voy a ir a la caza de un cachorro gatuno. Esto iba sobre ti. No sé qué futuro te espera, probablemente (o eso espero) una casa sin balcón, o donde la terraza sea una jaula que se ajuste a los protocolos de seguridad. Ojalá tengas una buena vida llena de ronroneos. Ojalá.

Recuerdos líquidos

Recuerdos líquidos

Hacer magia de y con lo cotidiano. Los mayores de mi familia tenían un doctorado en eso cuando yo era pequeña. Quizá ellos no eran conscientes de ese súperpoder y tal vez es mi yo adulto quien le esté dando nombre a esos recuerdos líquidos.

Te los escribo para no olvidarme de ellos y también para que, si me lees y estás en disposición de sembrar momentos luminosos, tú también lo hagas. Así, en el futuro, la sombra y los frutos que nacerán de esas raíces seguirán dando vida y compañía. Y arrancando sonrisas.

Los que me conocen saben que los veranos han sido una época difícil para mí. La cigüeña debió enviarme al (Polo)Norte pero acabé en este mediterráneo no muy apropiado para quien tiene el termostato roto.

Por eso las guerras de agua en la casa de Montserrat eran uno de mis juegos favoritos de infancia. Por muchos motivos. El primero porque eran acontecimientos espontáneos. No había planes, ésa era parte de la magia.

De repente -por ejemplo- mi padre, que regaba los rosales o las tomateras con sus pantalones cortos y la bartola despreocupadamente al aire, cogía la manguera y nos mojaba a los niños. Era fácil entender por su cara de pillo que podíamos hacerle lo mismo.

No sé si había algún código o acuerdo entre ellos o si simplemente en la euforia de las vacaciones y por el efecto de nuestras risas, el resto de los adultos se unían inesperadamente a aquella guerra de agua.

Y eso era Magia. Las miradas de mis padres y mis tíos dejaban de ser las de los adultos responsables y brillaba en ellas la felicidad de quien vuelve a hacer chiquilladas. Ahí estaba mi madre (o mi tía) llenando un barreño en el lavadero. Mi tío (como mi padre) sirviéndose de otra manguera -al final ellos tenían la «artillería» pesada en su poder- mientras nosotros, los niños, corríamos perseguidos por ellos alrededor de la casa.

Y mira que era un deporte de riesgo evitar los resbalones al pisar el mármol o el gres con nuestras cangrejeras de goma. Pero el premio de sorprender a alguno de los mayores y mojarle con una jarra de plástico o un cubo… eso hacía que valiera la pena cualquier riesgo.

Recuerdo la felicidad de jugar todos juntos. Grandes y pequeños. Juntos. Empapados más de aquella alegría única y genuina que de agua. O quizás de ambas cosas.

Me recuerdo fresca, como si aquella capa líquida y lúdica me impermeabilizara contra el calor. Y entonces, estando así, mi vida era mejor: por las sonrisas y los recuerdos de la batalla pero también por el pragmatismo para mí que suponía estar en condiciones de bajar al huerto a pleno sol y que mi tío arrancara un tomate de la mata y me lo ofreciera. Lavado con la manguera, abierto por la mitad y aderezado con un pellizco de sal. Manjar de dioses.

Nunca me han vuelto a oler y a saber así los tomates. Es un sabor que asocio al tiempo en que mis mayores sembraban (con extrema sencillez e ingredientes cotidianos) recuerdos tan luminosos como las luciérnagas de mi infancia que aún busco reencontrar.

Por eso si me lees y puedes… comparte tiempo con quien quieres. El verano es una buena época para hacerlo.

A todos los que lo hicieron, hacen y harán: gracias.
Os quiero. Seguís dándome Luz.

Papirofobia y otras heridas

Papirofobia y otras heridas

-«Míralo, ya está aquí.» -te digo.

Como cada mañana, se detiene en la antigua papelería junto a la catedral y observa el escaparate sin prestar atención ni a los preciosos cuadernos ni a la variada oferta de papeles de los más diversos gramajes. Sólo reacciona, con un mal disimulado gesto de sobresalto (o quizás sea una mueca de dolor), cuando su mirada encuentra las cajas de cartón. Entonces murmura algo y se marcha calle abajo a hacer lo que sea que haga con su vida.

-«¿Y viene cada día?» -preguntas. Asiento con la cabeza y te explico las diferentes teorías que corren por el barrio sobre el misterioso hombre que se asusta de las cajas de cartón. Dicen que fue frente a una de ellas cuando se dio cuenta que todo había acabado. Acababa de dejarle y estaba solo en casa llenado una caja con las cosas que Ella no se había querido llevar. Fue entonces cuando sintió la congoja atenazando su cuerpo, como una hiedra invisible y traicionera queriendo dejarle sin aliento. Y supo, como se tiene certeza de algunas cosas, que jamás olvidaría aquella imagen suya sosteniendo una caja de cartón.

Desde entonces las odia pero a la vez no deja de buscarlas. Le traen el eco de una etapa que aún se cierra, de una pérdida, una despedida. Sabe bien que las cajas sólo sirven para meter en ellas lo que no vamos a utilizar en un tiempo, o las pertenencias de alguien que no está y en muchas ocasiones son cosas que nos hieren. A veces las guardamos a toda velocidad, para no sentir demasiado el peso y el dolor que conlleva ese momento. En otras ocasiones las usamos para acumular lo que nos da miedo tirar y que ya no necesitamos ni necesitaremos. Y convertimos los altillos de nuestra vida en una colección de cajas de cartón repletas de ausencias, de inutilidades, de pesadas cargas.

Cada mañana el escaparate le recuerda a aquella caja que tuvo que cerrar. Y que aún le duele. Y no puede hacer nada más que dejarla doler. Bueno sí, sentir el ilusorio alivio de poder escapar, calle abajo, del tiempo en que aún le importaban las cosas de la polvorienta herida de su altillo.

error: Alerta: Contenido protegido. Si necesita algún texto o fotografía contacte con www.emiliagalindo.com