Estación Gaudí

Estación Gaudí

He escuchado muchas teorías sobre la Sagrada Familia: referencias satánicas, enigmas masónicos, crímenes alquímicos y misterios sobre la muerte de Antoni Gaudí. Pero la mayor sandez se la oí a un mediático investigador de lo paranormal.

«Amigos del misterio»-dijo en su programa, intentado adoptar una expresión melodramática y consiguiendo sólo una mirada estrábica-«sabed que la ubicación de la Sagrada Familia, templo de tradiciones ocultistas, esotéricas y herméticas con elementos templarios (como la cruz de las 8 Beatitudes de los pináculos), y astrológicos (los símbolos del zodíaco) no es casual.»

El primer plano del estrabismo del presentador daba paso a una imagen aérea de la Basílica y su voz en off.

«El templo de Gaudí se eleva en el centro geotelúrico de Barcelona, justo sobre la línea imaginaria que unía el lugar donde se encontraban los antiguos monumentos megalíticos del barrio del «Camp de l’Arpa» y los que seguramente hubo en Montjuïc».

Apagué la tele mascullando a la pantalla que «seguramente» también habría en Montjuïc desde tiempos prehistóricos zanjas que se usaban a modo de letrinas. Y «seguramente» soltaban ahí truños megalíticos a juego con su programa.

Muy pocos saben (y «seguramente» esa eminencia del misterio no es uno de ellos) que el verdadero misterio de la Sagrada Familia está bajo tierra. Hace muchos años el ayuntamiento de Barcelona creó una estación muy cerca de la actual parada de «Sagrada Familia» de la Línea 5. La iban a llamar «Gaudí» e iba a ser la joya de la corona.

El proyecto, como tantos otros en esta ciudad, quedó a medias por la escasez de fondos y el misterioso derrumbe de una galería cuando se acercaban a los cimientos de la Sagrada Familia. Murieron decenas de trabajadores. Hoy «Gaudí» es una de las estaciones fantasma de @tmb_bcn. Cualquier pasajero que observe por la ventanilla del vagón entre las estaciones de Sagrada Familia y Sant Pau-Dos de Maig podrá verla. Hay quien dice haber visto en sus andenes abandonados sombras misteriosas y personas sin rostro esperando un tren que nunca llegará…

Cine Comedia

Cine Comedia

Pocos recuerdan ya la leyenda urbana sobre el Marqués de Marianao (entonces alcalde de Barcelona) y el «Palau Marcet» (hoy Cine Comedia). El marqués era gran amigo del propietario del palacio, Frederic Marcet, a quien había conocido en las Juntas Organizadoras de la Exposición Universal de Barcelona de 1888. Era habitual verles juntos en los circulos más selectos de la ciudad y eran asiduos parroquianos de los peores antros de Barcelona.

Aquellas juergas legendarias se interrumpieron cuando el alcalde conoció a una joven cupletista (cuyo nombre se ha perdido) que actuaba en el Paralelo. El alcalde y la cantante vivieron durante unos años un apasionado romance al amparo del amigo Marcet que acogió en su palacete de Paseo de Gracia a la pareja para que vivieran su idilio adúltero.

Dicen que Marcet amaba en secreto a la cupletista y que tenerla en su palacio le hacía inmensamente feliz. Se encargó de la educación de la joven que resultó tener un gran talento y un futuro prometedor como actriz.

Con los años se han desvanecido los detalles que siguen en esta historia. Ella enfermó. Hay quien habla de tisis, de un aborto forzado por el alcalde, otros de sífilis. Lo cierto es que en los últimos días de vida de aquella mujer el alcalde se desentendió de ella. La única persona que estuvo a los pies de su cama fue Marcet, consumido por la tristeza de ver morir a su amor secreto, besando sus manos, suplicándole que no muriese. Que los escenarios del mundo no podían perderse su talento. Que él no podría vivir sin ella.

Destrozado con su muerte, la leyenda dice que mandó sepultarla en una cripta subterránea en su palacio y que la visitó cada día hasta su fallecimiento.

Sus herederos descubrieron muy sorprendidos instrucciones en su testamento para que el empresario teatral Josep Maria Padrós convirtiera aquel Palau en cuyos cimientos reposaba su amor, en un «Teatro de la Comedia». Así se hizo en 1935, convirtiéndose después en el actual Cine Comedia cuyos acomodadores -ajenos a la leyenda de la cripta- siempre han hablado de extrañas presencias en el edificio.

Irrompibles

Irrompibles

El día que partió rumbo a La Habana volvió a asomarse al puente que unía la casa de sus padres con el jardín, contemplando los carros que atravesaban su calle en dirección al puerto. Observó una vez más cómo las ruedas se hundían en los charcos de agua que se formaban entre los adoquines.

«Irrompibles». Susurró satisfecha y emocionada, de forma casi inaudible.

-«Fíjate»-le había dicho su madre mientras paseaban señalando hacia el empedrado. Habían pasado años pero aún podía revivir aquel momento con total nitidez. Aquella sensación de desamparo cuando su madre le soltó la mano, el miedo a ser aplastada por las ruedas de lo carros o los cascos de los caballos. Las miradas lascivas de los marineros que iban o volvían del burdel de doña Leo con su «Carabassa» centenaria en la puerta. Y sobre todo aquel olor a orina y a podrido de los charcos de la calle.

«Mira, hija»-le dijo mamá agachándose junto a un charco con los ojos enrojecidos por la emoción. Las fulanas de doña Leo las observaban con compasión: pobre marquesa, tan rica, tanta casa con jardín… y agachada con su hija, loca de contenta donde hemos vaciado la escupidera.

«Ven, mi niña»-le dijo su madre con más urgencia que cariño-«fíjate bien».

Ella pudo ver en el agua de los adoquines el reflejo de la cúpula de la Basílica de la Mercè con la Santa patrona flotando sobre el cielo de la ciudad. Fue un momento revelador. Su madre asintió orgullosa.

«Recuerda siempre que el mundo está lleno de espejos irrompibles» -añadió la marquesa besando a su hija en la frente.

Pocos días más tarde, su madre se quitó la vida arrojándose al vacío. El resto de la historia ya es una leyenda que se encargaron de transmitir las putas de la Carabassa. Que si la hija cuando creció era amante del alcalde de Barcelona, que si había conseguido un decreto por el que los adoquines de aquella calle donde su santa madre se había matado no serían sustituidos en los siguientes 100 años…

El caso es que hoy, 2021, esta es la única calle 100% adoquinada de Barcelona. Y aún sigue estando llena de espejos irrompibles.

Nunca olvidarás el último día de Enero

Nunca olvidarás el último día de Enero

Cada vez que llega esta fecha echo la vista atrás y hago balance. Pienso en cómo he aprendido a estar sola incluso cuando no lo estoy. En cómo vivo con gratitud, rodeada de lo que realmente quiero sin importar (aunque duela) la distancia. Pienso en «mi yo» de aquel último día de Enero y en cómo desde entonces he aprendido a desprenderme de lo que me resta calma, alegría o salud.

He desarrollado alergia al melodrama, ahora prefiero marcharme educadamente y sin hacer ruido cuando lo que tengo no se parece a lo que yo merezco o deseo. Supongo que es lo normal cuando creces y aprendes a diferenciar a las personas que te quieren de las que no.

No, no miro a mi «yo pasado» con superioridad ni busco juzgar a nadie. He aprendido también a responsabilizarme de mis propios errores, a perdonarme y construir una pequeña vida, modesta, agradable, divertida. Siendo yo misma, queriendo como me de la gana, disfruto mucho más de cada cosa: del trabajo, mi familia, los audiolibros, la fotografía, la gente que quiero. Y no merezco menos.

Me cansé hace años de luchar contra mis emociones y me disfruto sienta lo que sienta: triste, enfadada, feliz, ilusionada, decepcionada, cachonda, asustada, medio cegata pero lúcida… Qué descanso gestionar mis emociones sin hipérboles, con calma y cariño.

He aprendido a tratarme con cariño, a respetarme. La montaña rusa de la vida me recordó hace poco que debo valorar las cosas realmente importantes y lo inmensamente afortunada que soy por el amor que recibo, el que inspiro y el que he sembrado a lo largo de mi vida. Siempre he intentado querer bien y que en el balance de mi paso por la vida de los demás la luz gane a las sombras.

Ya no tengo tanto miedo. He aprendido que el Amor tiene muchos tamaños, texturas e intensidades. Me han enseñado a quererme, a sentirme querida, a ser aún más generosa. También que el amor es respeto y aceptación, confianza y lealtad empezando por esa mujer ojerosa y cegata que veo cada mañana en el espejo.

Cuántas cosas han cambiado desde aquel 31 de Enero. Y sé que aún quedan más cambios. Aquí los espero.

Que la vida iba en serio…

Que la vida iba en serio…

No siempre te das cuenta que la vida va en serio. Supongo que por una cuestión de supervivencia no vives con la consciencia permanente que el tiempo pasa. Un día ya no estás en el banquillo de los suplentes. Un día despiertas y no eres tú quien escribe la carta a los Reyes ni quien ve la función desde la segura oscuridad de la platea. Un día el soplo de la vida te susurra bajito que abras los ojos, que eres tú quien está en el escenario, quien sostiene la mano de otros, quien es referencia.

Un día, sin fecha en el calendario ni motivo aparente, descubres que en tu cuaderno de bitácora hay reflexiones sensatas inspiradas en (cada vez más) hechos reales. Sin pedirlo te has convertido en la generación que acompaña a otros (menores y mayores) en los momentos de dificultad. Estás en hospitales, en decisiones, descalabros emocionales o pequeños dramas escolares.

Y, sí, que la vida va en serio lo reafirmas cuando repasas los álbums de fotos de otros tiempos (no tan lejanos) y cada vez hay más ausencias. También cuando ahora eres tú quien cura las heridas, pone las pomadas y sabe los remedios. Ahora es tu sombra la que cobija a quien debe ocultarse y tu Luz la que puede inspirar a quien te rodea. Y te llegan sin avisar las cosechas de años sembrando recuerdos, inspirando emociones, acompañando vidas.

Tal vez 2020 haya sido para muchos «ese» momento en el que darse cuenta que la vida iba en serio. Yo acabo el año verbalizándomelo a mí misma acongojada, con melancolía, con incertidumbre, con responsabilidad. Mis centros de gravedad ya no son titanes, ni me ponen mercromina en el corazón ni -aunque quieran hacerlo- me libran de todo mal ni yo puedo librarles a ellos. Y puede que precisamente por eso ahora son más superheróes que nunca. Aprendo que en algunas fragilidades hay una fortaleza incalculable, una lección impagable de amor y vida.

Quizá lleve años preparándome de alguna forma para estar aquí en este momento. No, no he pedido ser titular de este equipo ni sé cuándo debuté en esta competición. Pero ojalá esté a la altura de esta camiseta.

Fobias

Fobias

Poca gente sabe que nunca me han gustado ni los botones ni los pendientes. De pequeña los odiaba de una forma casi patológica y era jodido porque mi madre era modista y yo viví mi niñez en los 80s. En casa de mis padres había (y hay aún) miles de botones y en las orejas de las mujeres de mi tribu lucían visibles artefactos de tamaño gigantes.

Con los años he aprendido a controlar esa aprensión, como tantos otros demonios que han campado en mi interior. He leído que la fobia a los botones se llama «Koumpounofobia» y que lo de los pendientes podría ser «Kosmemophobia». Pero no, en mi caso no se llama ni una cosa ni otra. En mi caso esa fobia tiene nombre de mujer.

Hace unos días, poniendo orden en mi imperio de diogenismo sentimental, encontré un cuaderno de hace muchos muchos años. Es una pena perder esa costumbre de anotar cosas en libretas, siempre me digo que debería recuperarla. Dentro había dibujos míos, un poco desastrosos, y mi letra de siete años escribiendo un texto que firmaba Emmmilia (con una eme llena de montañas).

Era una historia triste, contada con esa crudeza con la que cuentan las cosas los niños, libre de eufemismos. En apenas unos párrafos narraba uno de mis primeros días de colegio en septiembre de 1980. Y después de leer aquellas palabras escritas por mi puño y letra, recordé el episodio con total nitidez.

Hacía frío. Hacía sueño. Hacía miedo. Ese miedo que sólo se siente cuando dejas la seguridad de tu tribu para empezar el colegio. Yo aún no había cumplido los 4 años. Esperaba de pie, una más de la fila, en el patio del colegio para entrar en la que sería la clase de los «Patos».

No conocía a nadie y a mi alrededor todos parecían conocerse y, sobre todo, todos parecían mirarme.

  • «Fea» -gritó alguien.
  • «Mira esa» -señalaban otros.
  • «Monstruo» -me dijo un niño mayor que yo mientras se acercaba y me escupía en la cabeza. Lloré de rabia mientras le clavaba mis dientes en el brazo a aquel mequetrefe abusón que acababa de humillarme. Y entonces pasó.

Llegó ella. Me agarró del abrigo y me abofeteó. Recuerdo girarme y verla aterrorizada. Recuerdo su abrigo lleno de botones enormes y sus pendientes con forma de cereza moviéndose como péndulos. Recuerdo el miedo que ahora sé que también fue indefensión y humillación. Recuerdo su nombre y ahora sé que quien me había escupido era su hijo. El hijo de aquella profesora. La de los pendientes. La de los botones grandes.

Quizá enterré aquel recuerdo al escribirlo en mi cuadernito. Como el exorcismo salvaje que siempre ha sido para mí la escritura. Y 40 años después la marea me lo ha traído. Quizá para recordarme lo importante que son los recuerdos que sembramos en los niños que nos rodean. Quizá sirva para ayudarme a entenderme mejor pero no para que me gusten los pendientes ni los botones.

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