Despedidas invisibles

Despedidas invisibles

Hoy he soñado con ellos. Era una mañana luminosa en el ático de mis tíos. Mi tata trajinaba en la cocina mientras canturreaba una copla.

– «Pasa, mi milusa»-me decía sin desatender lo que tenía en el fuego.

En el comedor, mi tete estaba sentado en el sofá. De fondo, en la terraza, mi primo Jose apuraba un cigarrillo mientras Fina comentaba algo sobre no sé qué casting y la ITV de su moto.

Me sentaba en el regazo de mi tío, emborrachándome con su olor, feliz del reencuentro y de oírle llamándome otra vez «(e)mililla». Le abrazaba y besaba mucho porque que era un sueño lúcido y sabía que el hechizo podía romperse en cualquier momento. Sin embargo, durante un rato, ahí estábamos todos juntos otra vez. En un mundo que ya no existe y del que despertar siempre te deja en el alma la sensación de vacío de una pompa de jabón cuando intentas atraparla.

Echo de menos oír la «tosecilla» de mi tete a través del patio de luces, comentar la lesión de Messi, escucharle hablar y decirle que le quiero. Poder contarle a Fina que me alejo del sector que a ella tanto le apasionaba, ese en el que entré a trabajar cogida de su mano hace 19 años. Y también tener en mi equipo la lucidez de mujer fuerte de mi tía, su espíritu siempre curioso que a sus 80 le hacía manejar un ordenador Linux para entrar en Facebook. Bueno, ella lo llamaba: «entrar al chafardeo». Y pocas definiciones mejores que esa.

Cuántas despedidas invisibles me he perdido. De esas que suceden a diario a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta. Y no (sólo) hablo de esos trenes que han salido o hemos dejado irse (acertando o equivocándonos). Me refiero a que no sé cuándo se desvanecieron esos días luminosos en los que ahora sólo puedo sumergirme en sueños.

Nadie me avisó que se agotaban, creí que el crédito era infinito, como los besos.

Sí. He soñado con mis muertos. Los que su herida aún me late a borbotones. Y saber que atesoro dentro de mí el registro nítido de sus voces, de sus gestos, sus olores, su tacto… me reafirma que siguen vivos en mí.

Siempre.

Ausencias

Ausencias

Conocí a un hombre que iba cada mañana, a la misma hora exacta, a un punto concreto de la playa de la Barceloneta. Los 365 días del año, sin importarle la lluvia, el frío, los empujones de los turistas o el riesgo de insolación.

Hoy he sabido que ha fallecido a los 90 años.

Había oído hablar mucho en el sector del «chalao de la Barceloneta» pero nos conocimos personalmente hace quince cuando entró a ser uno de los actores que yo representaba.

No he visto a nadie actuar con tanta clase. Hacía grandes los pequeños papeles de reparto ya fuese como abuelo, sabio templario o jubilado despistado. Y hubiese triunfado más aún si no hubiera sido porque no acudía jamás a un casting o aceptaba un papel sin asegurarse que podría tener sus mañanas libres para ir a la playa. Y, por supuesto, nada de viajar fuera de Barcelona.

Con el tiempo ganamos confianza mutua y una complicidad que, en las interminables pausas de una filmación, permitía compartir confidencias con un pitillo en los labios. Fue en una de esas ocasiones cuando le pregunté por su historia con la playa.

«Sé que me llaman el chalao» -me dijo con cierta resignación.

Y mirándome a los ojos, me habló entonces de aquella mañana en plena guerra cuando las bombas fascistas les pillaron camino del colegio. De aquella esquina junto al mar donde, antes perder el conocimiento, vio por última vez a su madre y a sus dos hermanas.

-«Cuando salí del hospital iba a diario, con aquella ingenuidad infantil que me hacía tener la esperanza de reencontrarlas… quizás nunca he dejado de ser niño, porque no he faltado ni un día a esa cita.»

Su peregrinación frente al mar se hizo densa en su sangre. Luego la posguerra, el trabajo en el taller del barrio, mujer y niños, el grupo de teatro… y un día, sin saber cómo, estaba calvo, con canas y rodando un anuncio.

«Esos ratos en la playa todos estos años han sido mi forma de hacer que ellas tengan su propio espacio en esta vida mía de la que no han formado parte… y cuando yo ya no esté, mi ausencia en este rincón de la Barceloneta podrá reunirse al fin con las suyas »

Madrid

Madrid

Aún sigo encontrándote en casi cada esquina de esta ciudad. Me topo contigo en este acento que es y será siempre el tuyo aunque venga de otras voces. Entorno los ojos y nos veo; éramos tan jóvenes y estábamos tan llenos de sueños. Te recuerdo prometiéndome que ganarías el premio Planeta. Y a mí adorando tu ingenio, tus gestos, tu inteligencia. Todo parecía entonces tan posible que nada malo podía pasar. Todo era nuevo. Todo estaba por escribir.

Un día el mar, mi mar, se convirtió en la personificación del espanto y la miseria. Un ladrón egoista. Y yo fui cobarde. No me atreví a volver a tu ciudad para enterrarte. Dolía demasiado despedirme de ti. Y me quedé en la cuneta de aquel viaje que no hice. Ya no he podido y sabido regresar. Desde entonces Madrid  (o lo que significa para mí) está anclada en una edad de hierro en la que camino a tientas, siempre buscándote, siempre añorando hablar contigo.

Ya ves, pasan los años y sigo sin saber despedirme de ti. Y a estas alturas ya no voy a aprender. Es de las pocas certezas que tengo claras, como que el Metro de Madrid va al revés y que seguiré queriéndote el resto de mi vida.

 

(A Nacho. Siempre). Madrid 27 de Marzo de 2017

La Sicilia de Camilleri

La Sicilia de Camilleri

Contaba el maestro Camilleri una preciosa tradición que estuvo vigente en Sicilia hasta 1943 y que tenía lugar durante la noche que va entre el uno y el dos de noviembre. Aquella noche cada casa siciliana donde había un niño pequeño se llenaba de muertos. No, no eran víctimas de la mafia y tampoco eran fantasmas de sábanas blancas y cadenas como los que vemos en la tele o en los disfraces de Haloween. 

Aquellos muertos con los que se llenaban las casas de Sicilia eran los que aparecían en las fotos que decoraban las paredes y llenaban las páginas de los álbumes: los familiares que ya no estaban. Los pequeños de la casa, antes de ir a acostarse, colocaban debajo de la cama de una cesta de mimbre (el tamaño variaba según el dinero que había en la familia) que esa noche los seres queridos muertos llenarían de dulces y regalos… y los niños las encontrarían al despertar la mañana siguiente.

Los pequeños vivían aquella noche con la misma ilusión que la víspera de Reyes pero con un cariz más cercano porque serían sus muertos los que iban a acercarse sigilosamente a la cama, darles una caricia y llenarles la cesta de regalos. La mañana  siguiente al despertarse todos descubrían que la cesta no estaba donde la habían dejado, sino escondida en algún lugar de la casa. Los difuntos habían querido jugar un poco con sus niños que se pasaban un buen rato buscándola por la casa hasta encontrarla, tal vez dentro de un armario o detrás de una puerta. Ahí estaba la cesta desbordante, con dulces y juguetes. Contaba Andrea Camilleri que a los 8 años su abuelo Giuseppe, después de escuchar sus oraciones, le había traído desde el más allá el legendario Meccano que le hizo tan feliz que hasta le subió la fiebre de la emoción.

La tradición marcaba que después de encontrar la cesta con los regalos, los niños peinados y bien arreglados acompañaban al resto de la familia al cementerio para dar las gracias a los muertos. Para los pequeños aquello era una fiesta hasta el punto que se encontraban con sus amigos y compañeros de clase y se preguntaban unos a otros  “¿qué te han traído este año los muertos?.

Esta forma de aproximación a la muerte me parece deliciosa, alarga el hilo que nos une a los que queremos y se han ido. Y de paso les mantiene en contacto con las nuevas generaciones de una forma festiva, entrañable. Y nos permite que sigan vivos mientras les recordemos.

Va por vosotros

error: Alerta: Contenido protegido. Si necesita algún texto o fotografía contacte con www.emiliagalindo.com