por Emilia | Ene 31, 2021 | barcelona, cielo, color, luz, micro relatos
Cada vez que llega esta fecha echo la vista atrás y hago balance. Pienso en cómo he aprendido a estar sola incluso cuando no lo estoy. En cómo vivo con gratitud, rodeada de lo que realmente quiero sin importar (aunque duela) la distancia. Pienso en «mi yo» de aquel último día de Enero y en cómo desde entonces he aprendido a desprenderme de lo que me resta calma, alegría o salud.
He desarrollado alergia al melodrama, ahora prefiero marcharme educadamente y sin hacer ruido cuando lo que tengo no se parece a lo que yo merezco o deseo. Supongo que es lo normal cuando creces y aprendes a diferenciar a las personas que te quieren de las que no.
No, no miro a mi «yo pasado» con superioridad ni busco juzgar a nadie. He aprendido también a responsabilizarme de mis propios errores, a perdonarme y construir una pequeña vida, modesta, agradable, divertida. Siendo yo misma, queriendo como me de la gana, disfruto mucho más de cada cosa: del trabajo, mi familia, los audiolibros, la fotografía, la gente que quiero. Y no merezco menos.
Me cansé hace años de luchar contra mis emociones y me disfruto sienta lo que sienta: triste, enfadada, feliz, ilusionada, decepcionada, cachonda, asustada, medio cegata pero lúcida… Qué descanso gestionar mis emociones sin hipérboles, con calma y cariño.
He aprendido a tratarme con cariño, a respetarme. La montaña rusa de la vida me recordó hace poco que debo valorar las cosas realmente importantes y lo inmensamente afortunada que soy por el amor que recibo, el que inspiro y el que he sembrado a lo largo de mi vida. Siempre he intentado querer bien y que en el balance de mi paso por la vida de los demás la luz gane a las sombras.
Ya no tengo tanto miedo. He aprendido que el Amor tiene muchos tamaños, texturas e intensidades. Me han enseñado a quererme, a sentirme querida, a ser aún más generosa. También que el amor es respeto y aceptación, confianza y lealtad empezando por esa mujer ojerosa y cegata que veo cada mañana en el espejo.
Cuántas cosas han cambiado desde aquel 31 de Enero. Y sé que aún quedan más cambios. Aquí los espero.
por Emilia | Jun 24, 2020 | luz, micro relatos
Sólo las noches de San Juan me permito volver a ti y encender esta Luz que lo abraza todo y nos quita el miedo. Durante todo el año la puerta está cerrada con llave, pero la noche del 23 al 24 de Junio sales de la oscuridad de mis derrotas y me sonríes con la inocencia de quien no tiene aún sueños perdidos.
Puedo escuchar tus pies descalzos corriendo por la casa y tu voz fingiendo leer cuando aún no sabes hacerlo. No te haces una idea de cómo disfruto viendo cómo pasas las páginas de todos esos cuentos que abrigan nuestras tardes… y me narras las mismas historias que soñaba cuando era niña.
Me gustaría haber pasado este año reaprendiendo de ti a escuchar de nuevo el crujido de las hojas, el murmullo del agua, el sonido de la lluvia. A querer seguir siendo buena. Honesta. Valiente. Y a veces frágil, torpe, vulnerable, lenta. Y haberte tenido en mi regazo mientras acariciaba tu pelo entre mis dedos y te hablaba de la luz de las luciérnagas de mi niñez.
Vuelvo a ti otro año más dispuesta a hablarte de mi abuelo, de mi padre, de mi hermano. Este año no hay hogueras frente a las que darte la habitual charla sobre la importancia de san Juan. Por eso sólo puedo buscarte en el fuego de una vela, como si fuera a pedirte como deseo de cumpleaños.
Está siendo un 2020 extraño, hijo.
Quiero decirte que he intentado ofrecer a los demás todo lo bueno que tengo sin quedarme vacía. Que he estado forzosamente sola (ya te hablaré del confinamiento) y he sobrevivido. Antes del virus, he seguido cogiendo aviones por Amor, he tenido miedo, he respetado a los demás, he dejado ir y también me he marchado cuando debía hacerlo. He celebrado casi todo, me he atrevido a más de lo que pensaba. He dicho “no” cuando quería decir “no”, he saltado al vacío. He empezado un trabajo nuevo y ahora me gano el sueldo con las palabras. He vencido fantasmas, me reído mucho, he intentado ser yo misma.
Y vuelvo a ti cuando todo está oscuro y no sé qué hacer con tu ausencia.
por Emilia | May 13, 2020 | barcelona, cielo, luz, micro relatos
– «¿Volveremos a ser libres?¿Nos cogeremos de la mano sin guantes, sin miedos?». – te pregunto.
– «Sí. Y volveremos a lamernos, a abrazarnos, a besarnos con lengua y a encontrar alivio en nuestras bocas. Volveremos a vernos con los ojos llenos de ausencias y la mirada llena de cicatrices. O viceversa. Y nos sentaremos en los bares, me dirás cosas que me harán reír, volveré a decirte “te quiero” en varios idiomas, con la voz, con las manos, y te comeré con ganas ese lunar que tienes cielito lindo… Y luego te veré caminar por las calles con la cámara colgando del cuello, pensativa y feliz como sólo estás después de jugar con la luz y robar soledades a las que arropar con palabras.»
Leyéndote pienso en las soledades de mi familia, en cuánto quiero volver a abrazar a mis sobrinas, a mis padres, a mi tía. A que son mi tesoro de futuro y vida… tu siguiente mensaje parece intuir mi congoja y llega al rescate
– «No te librarás de mis visitas al baño mientras estás tú para hablar de pedos y cantar el «Lady Lorzas abrázame fuerte Lady Lorzas». Podré coger aviones y llegar a ti. Y querré comer el helado en la curva de tu espalda, justo junto donde escribí el último mensaje con la yema de mis dedos y el rastro de las pecas de tus labios.»
Me imagino corriendo y dando saltitos al verte. Casi puedo sentir ya el viento del Norte en mi sonrisa mientras me cuentas leyendas de marinos derrotados por los peces cosquilleros. Y enredaré mis dedos en tu pelo mientras divago y tú entrecierras los ojos un segundo en el que me siento obscenamente feliz.
– «Volveré a decirte cochinadas bonitas, más y mejor de lo que ahora hacemos frente a móviles y ordenadores. Y te oiré decir “cómo te echo de menos, joder”. Pero está vez será en pasado y escucharé el sonido de cientos de nudos deshaciéndose en tu garganta. Volveremos a todo eso, lo sé. No sé si más fuertes. Tampoco sé si mejores. Pero con el corazón tiritando de euforia por la alegría en el reencuentro.»
Leyéndote siento que sí, que volveremos a ser todo lo libres que un ser humano puede ser. Y no, no me asustará serlo.
por Emilia | Sep 30, 2019 | barcelona, cielo, color, luz, reflexiones
Los viejos Druidas estaban convencidos que cada hombre y cada mujer lleva en su interior un árbol. En las oscuras noches de invierno solían reunir a los niños junto a la fogata y les contaban leyendas sobre el ciclo de la vida.
Se nace de una semilla, creces y te ramificas dando vida a nuevos frutos que serán a su vez semillas para las siguientes generaciones. El árbol interior nos conecta con la Tierra y nos recuerda que estamos unidos con nuestras propias raíces (nuestra familia y entorno) y que formamos parte de un bosque. También que a medida que pasan las estaciones vamos perdiendo hojas, llegan otras y con ellas la lección que nos invita a recordar que estamos en constante evolución y que siempre podemos empezar nuevos ciclos de vida. Y poco a poco nuestras ramas serán tan altas que podrán tocar el cielo.
Me gustan estas viejas leyendas sobre árboles. Me hacen pensar en los almendros y parras de las que mi niñez aún pende despreocupada, observando atardeceres en Montserrat. También en aquellos años teníamos el Pino más alto y unas cuantas higueras a las que trepaba mi titán estibador. Con el colegio jugábamos en los troncos de los árboles del Miramar (que ahora sé que tienen un precioso nombre en catalán: «Bellaombra»). Me enamoré de un sauce llorón en un Kibbutz de Israel. Y años después lo hice de quien puso mi nombre a una acacia, aunque hace tantos años que parece que fuera en otra vida y probablemente lo fue.
Me gustaría tener línea directa con la Druida Púrpura y contarle que he dejado caer las hojas que ella me enseñó a utilizar hace 19 años. Darle las gracias por su guía y decirle que jamás renegaré de la que ha sido durante años la corteza que nos ha nutrido profesionalmente. Y es que sin ella alrededor tampoco me apetece ya moverme entre esa hojarasca, me dolería demasiado su ausencia.
Mañana empieza una nueva estación para este árbol raruno y sensible. Le brotarán nuevas hojas y me ramificaré otra vez. Empezar de cero siempre da vértigo pero con las palabras juego en casa, llevan toda la vida siendo mi refugio y mis aliadas.
por Emilia | Sep 22, 2019 | barcelona, color, luz, micro relatos
Cada vez que vuelvo a esta ciudad necesito romperme un poco. Es un pequeño ritual de esos nuestros, efecto colateral de la distancia y del tiempo. Te confieso que prefiero las otras rutinas. Los viajes de Ida. Las meriendas de huesitos y gominolas. Las noches de película, pizza y esos cuentos que improvisamos entre risas y que acaban siendo siempre historias acariciadas a cuatro manos y recitadas a dos voces.
He tardado días en sangrar estas palabras, perdona si lo hago así, derramándome sobre las aceras. Pero es que echo de menos tus pasos caminando por mi ciudad a esta hora, cuando brillan las ausencias en las luces de los escaparates y semáforos. Bueno, también extraño recorrer geografías desconocidas sin rumbo. Volver al hotel y que no sólo la calefacción esté encendida. Celebrar cada pequeño viaje, soñar historias inspiradas por la carretera y correr descalza por las playas en invierno.
Te echo de menos en cada cosa hermosa que me rodea y en cada mezquindad que me sobra. Añoro reír hasta dormirme. Vencer la batalla al insomnio sintiendo esa calma que sólo proporciona el olor de la gente que nos quiere.
Me gusta que me recojas en el aeropuerto. También oír tus pedos en el baño y tus suspiros en la almohada. Tener sexo con amor sin relojes. Sobre la cama. En el suelo. En el sofá. Contra la pared. A medio vestir. Desnuda. En la azotea de mi casa. Bajo tus párpados. A la hora que sea. Y sentir siempre que hay amor detrás de todo eso.
Me gusta tu lluvia de cosquillas suaves. Que me leas en voz baja. Estallar de risa y que se me llene la vida de arrugas e historias. Ver a mi familia feliz. Muy feliz. No tener miedo a la pérdida, al dolor, al daño. No tener miedo a casi nada.
Quiero amor siempre a raudales, con la edad que sea. Darlo y recibirlo. Cuidar a la gente que más quiero y acompañaros, veros crecer, superar obstáculos. Abrazaros muy fuerte cuando nos visita la muerte, el miedo o la enfermedad. Y en las noches lluviosas de otoño, cuando duelen las ausencias y se me nubla la vista, robarle épica de lo cotidiano a Barcelona y encapsularla en una foto.
por Emilia | Jul 16, 2019 | barcelona, blanco y negro, luz, micro relatos, soledades robadas
Hacer magia de y con lo cotidiano. Los mayores de mi familia tenían un doctorado en eso cuando yo era pequeña. Quizá ellos no eran conscientes de ese súperpoder y tal vez es mi yo adulto quien le esté dando nombre a esos recuerdos líquidos.
Te los escribo para no olvidarme de ellos y también para que, si me lees y estás en disposición de sembrar momentos luminosos, tú también lo hagas. Así, en el futuro, la sombra y los frutos que nacerán de esas raíces seguirán dando vida y compañía. Y arrancando sonrisas.
Los que me conocen saben que los veranos han sido una época difícil para mí. La cigüeña debió enviarme al (Polo)Norte pero acabé en este mediterráneo no muy apropiado para quien tiene el termostato roto.
Por eso las guerras de agua en la casa de Montserrat eran uno de mis juegos favoritos de infancia. Por muchos motivos. El primero porque eran acontecimientos espontáneos. No había planes, ésa era parte de la magia.
De repente -por ejemplo- mi padre, que regaba los rosales o las tomateras con sus pantalones cortos y la bartola despreocupadamente al aire, cogía la manguera y nos mojaba a los niños. Era fácil entender por su cara de pillo que podíamos hacerle lo mismo.
No sé si había algún código o acuerdo entre ellos o si simplemente en la euforia de las vacaciones y por el efecto de nuestras risas, el resto de los adultos se unían inesperadamente a aquella guerra de agua.
Y eso era Magia. Las miradas de mis padres y mis tíos dejaban de ser las de los adultos responsables y brillaba en ellas la felicidad de quien vuelve a hacer chiquilladas. Ahí estaba mi madre (o mi tía) llenando un barreño en el lavadero. Mi tío (como mi padre) sirviéndose de otra manguera -al final ellos tenían la «artillería» pesada en su poder- mientras nosotros, los niños, corríamos perseguidos por ellos alrededor de la casa.
Y mira que era un deporte de riesgo evitar los resbalones al pisar el mármol o el gres con nuestras cangrejeras de goma. Pero el premio de sorprender a alguno de los mayores y mojarle con una jarra de plástico o un cubo… eso hacía que valiera la pena cualquier riesgo.
Recuerdo la felicidad de jugar todos juntos. Grandes y pequeños. Juntos. Empapados más de aquella alegría única y genuina que de agua. O quizás de ambas cosas.
Me recuerdo fresca, como si aquella capa líquida y lúdica me impermeabilizara contra el calor. Y entonces, estando así, mi vida era mejor: por las sonrisas y los recuerdos de la batalla pero también por el pragmatismo para mí que suponía estar en condiciones de bajar al huerto a pleno sol y que mi tío arrancara un tomate de la mata y me lo ofreciera. Lavado con la manguera, abierto por la mitad y aderezado con un pellizco de sal. Manjar de dioses.
Nunca me han vuelto a oler y a saber así los tomates. Es un sabor que asocio al tiempo en que mis mayores sembraban (con extrema sencillez e ingredientes cotidianos) recuerdos tan luminosos como las luciérnagas de mi infancia que aún busco reencontrar.
Por eso si me lees y puedes… comparte tiempo con quien quieres. El verano es una buena época para hacerlo.
A todos los que lo hicieron, hacen y harán: gracias.
Os quiero. Seguís dándome Luz.
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