por Emilia | Dic 26, 2020 | barcelona, cielo, color, reflexiones
No siempre te das cuenta que la vida va en serio. Supongo que por una cuestión de supervivencia no vives con la consciencia permanente que el tiempo pasa. Un día ya no estás en el banquillo de los suplentes. Un día despiertas y no eres tú quien escribe la carta a los Reyes ni quien ve la función desde la segura oscuridad de la platea. Un día el soplo de la vida te susurra bajito que abras los ojos, que eres tú quien está en el escenario, quien sostiene la mano de otros, quien es referencia.
Un día, sin fecha en el calendario ni motivo aparente, descubres que en tu cuaderno de bitácora hay reflexiones sensatas inspiradas en (cada vez más) hechos reales. Sin pedirlo te has convertido en la generación que acompaña a otros (menores y mayores) en los momentos de dificultad. Estás en hospitales, en decisiones, descalabros emocionales o pequeños dramas escolares.
Y, sí, que la vida va en serio lo reafirmas cuando repasas los álbums de fotos de otros tiempos (no tan lejanos) y cada vez hay más ausencias. También cuando ahora eres tú quien cura las heridas, pone las pomadas y sabe los remedios. Ahora es tu sombra la que cobija a quien debe ocultarse y tu Luz la que puede inspirar a quien te rodea. Y te llegan sin avisar las cosechas de años sembrando recuerdos, inspirando emociones, acompañando vidas.
Tal vez 2020 haya sido para muchos «ese» momento en el que darse cuenta que la vida iba en serio. Yo acabo el año verbalizándomelo a mí misma acongojada, con melancolía, con incertidumbre, con responsabilidad. Mis centros de gravedad ya no son titanes, ni me ponen mercromina en el corazón ni -aunque quieran hacerlo- me libran de todo mal ni yo puedo librarles a ellos. Y puede que precisamente por eso ahora son más superheróes que nunca. Aprendo que en algunas fragilidades hay una fortaleza incalculable, una lección impagable de amor y vida.
Quizá lleve años preparándome de alguna forma para estar aquí en este momento. No, no he pedido ser titular de este equipo ni sé cuándo debuté en esta competición. Pero ojalá esté a la altura de esta camiseta.
por Emilia | Jul 1, 2020 | barcelona, blanco y negro, reflexiones
Querida K,
Hace unos días decidí adoptarte. Llegaste a mi por un anuncio en facebook que compartió una conocida. Era una llamada de una protectora para buscarte un hogar y algo dentro de mí se conmovió al verte. Quizá fue tu cara, sus ojos legañosos o ese rabito corto que me recordó a la gata con la que conviví 17 años… Pasé un día madurando la decisión y lo que supondría hacerme responsable de ti. Y decidí dar el paso.
Te llaman F. aunque para mi eres K. desde la primera vez que te vi y fantaseé contigo trotando por casa. Necesitas un hogar y yo me ofrecí a cuidarte y quererte. Trámites veterinarios al margen, ese debía ser el fin de la ecuación que te sacara de la jaula de la protectora y nos llevara compartir camino. Ilusa de mí.
Las personas de la protectora que te cuidan siempre han sido cordiales en su trato conmigo. El primer contacto fue rápido, casi inmediato. Antes de cualquier otra cosa supe que me costaría «acogerte» 130 €. Sí, fue un poco decepcionante que de lo primero me hablasen fuera de dinero y no de ti. De cómo eres. Cuál es tu historia. Cómo estás. Supongo que deben estar hartos de gente que cree que acoger un animal de una protectora es gratis.
No le di más importancia. Me detallaron los gastos veterinarios, que tenía que firmar tu esterilización obligatoria y la implantación de tu chip… lo de la eugenesia obligatoria me supone cierto escrúpulo moral (¿debo adoptarte sólo si me comprometo a esterilizarte?) pero no puse problemas. Quería cuidar de ti, flacucha blanquinegra. Los pocos que sabían que estaba iniciando el trámite de acogida ya se interesaban por ti.
Acepté rellenar un cuestionario que recibí por e-mail y en el que se preguntaba información personal sobre mí. Además de datos como dirección o mi dni había preguntas sobre mi vida (¿tienes hijos?¿vas a tenerlos?). Lo de la ley de protección de datos brillaba por su ausencia, es más: el word que me enviaron con el formulario contenía los datos privados de otra persona que (deduzco) había adoptado con tu protectora antes que yo.
Aún así, continué el proceso: una protectora no es una empresa, seré tolerante con sus errores aunque los considere graves. Y sobretodo, quería tu bienestar a mi lado. Respondí al cuestionario que valoraría mi «idoneidad» como tu «madre de acogida». Porque primero te tendría en acogida y más tarde tu tutela plena (adopción). Quién o bajo qué criterios se valoraría mi idoneidad para cuidarte es algo que no sé.
Entregado el formulario sobre mis capacidades como persona llegaba el momento de valorar mi casa como entorno adecuado para ti. En circunstancias normales, una persona de la protectora habría venido a casa y analizado la adecuación de mi vivienda. Sí, yo decido responder a la llamada de tu protectora para rescatarte y la protectora se mete en casa a ver cómo la tengo.
Pero con el Covid no vendrían, todo se haría por video. Así que grabé videos de mi casa, mi salida a la terraza, las ventanas interiores y exteriores y los envié aún sabiendo que quien las recibía eran las mismas personas que reutilizaban words con datos confidenciales. No importaba, mi voluntad de acogerte seguía siendo tan fuerte que aceptaba cosas que en otras esferas de mi vida no habría tolerado.
Enviados los videos la protectora me informó que debería instalar mallas metálicas de rejilla que cubrieran todo mi balcón. Yo ya planeaba colocar mosquiteras cubriendo la baranda pero la protectora me dijo que eso sería insuficiente y me reenviaron un video. Me pedían instalar una malla de techo a suelo a lo largo de toda la superficie de mi terraza. Esa era una condición de seguridad obligatoria, convertir mi balcón en una gatera para evitar que tú te suicidaras saltando desde el balcón.
Aunque no se considere «obra», una actuación de este tipo en las zonas comunes (como es la fachada y el balcón) requeriría aprobación de la comunidad. «La gente tenemos gatos sin convertir el balcón en una puta portería de fútbol». «Con el Covid las reuniones de la comunidad de propietarios se han aplazado hasta septiembre».
Tres meses. Tres meses para someter a votación si podía poner una malla de reja metálica tipo mosquitera permanentemente en mi terraza durante los años que vivieras conmigo. O si yo fuese a mala fe, durante el proceso de tu acogida y adopción y luego la quitaría. Tres meses. Mientras yo hacía todo el proceso tú, mi pequeña gata de un mes y una semana, seguirías viviendo y creciendo en un refugio de una protectora.
Envié un largo mail a la protectora explicando la imposibilidad de instalar lo que se me exigía. Y recibí una respuesta ambigua donde se me decía que era una absoluta pena pero que las protecciones forman parte del protocolo de adopción. Tu futuro no está conmigo, querida K.
No es fácil dejarte ir. Pero es lo segundo más generoso que puedo hacer por ti. Lo primero habría sido compartir vida juntas. Ahora toca que me deje de acongojar escuchar maullidos o ver videos de gatitos. Pasar el duelo. Y no, no voy a ir a la caza de un cachorro gatuno. Esto iba sobre ti. No sé qué futuro te espera, probablemente (o eso espero) una casa sin balcón, o donde la terraza sea una jaula que se ajuste a los protocolos de seguridad. Ojalá tengas una buena vida llena de ronroneos. Ojalá.
por Emilia | Sep 30, 2019 | barcelona, cielo, color, luz, reflexiones
Los viejos Druidas estaban convencidos que cada hombre y cada mujer lleva en su interior un árbol. En las oscuras noches de invierno solían reunir a los niños junto a la fogata y les contaban leyendas sobre el ciclo de la vida.
Se nace de una semilla, creces y te ramificas dando vida a nuevos frutos que serán a su vez semillas para las siguientes generaciones. El árbol interior nos conecta con la Tierra y nos recuerda que estamos unidos con nuestras propias raíces (nuestra familia y entorno) y que formamos parte de un bosque. También que a medida que pasan las estaciones vamos perdiendo hojas, llegan otras y con ellas la lección que nos invita a recordar que estamos en constante evolución y que siempre podemos empezar nuevos ciclos de vida. Y poco a poco nuestras ramas serán tan altas que podrán tocar el cielo.
Me gustan estas viejas leyendas sobre árboles. Me hacen pensar en los almendros y parras de las que mi niñez aún pende despreocupada, observando atardeceres en Montserrat. También en aquellos años teníamos el Pino más alto y unas cuantas higueras a las que trepaba mi titán estibador. Con el colegio jugábamos en los troncos de los árboles del Miramar (que ahora sé que tienen un precioso nombre en catalán: «Bellaombra»). Me enamoré de un sauce llorón en un Kibbutz de Israel. Y años después lo hice de quien puso mi nombre a una acacia, aunque hace tantos años que parece que fuera en otra vida y probablemente lo fue.
Me gustaría tener línea directa con la Druida Púrpura y contarle que he dejado caer las hojas que ella me enseñó a utilizar hace 19 años. Darle las gracias por su guía y decirle que jamás renegaré de la que ha sido durante años la corteza que nos ha nutrido profesionalmente. Y es que sin ella alrededor tampoco me apetece ya moverme entre esa hojarasca, me dolería demasiado su ausencia.
Mañana empieza una nueva estación para este árbol raruno y sensible. Le brotarán nuevas hojas y me ramificaré otra vez. Empezar de cero siempre da vértigo pero con las palabras juego en casa, llevan toda la vida siendo mi refugio y mis aliadas.
por Emilia | Dic 17, 2018 | barcelona, cielo, color, luz, reflexiones
Quiero poder plantar mi trípode y sólo preocuparme por el encuadre, la alquimia de los números y ese baile delicioso entre mis córneas y la luz derramándose en colores.
Quiero ahorrarme los «hola guapa», los “hazme a mí la foto, nena», los «menuda cámara» y los «mmm mira cómo agarra el objetivo». No necesito los «puta malfollada», «total ni muerto te la metía» y mucho menos los «te dejaba yo en el rompeolas flotando.»
No quiero pasear cabizbaja por la playa a las seis y media de la tarde simulando una llamada telefónica. No quiero que nadie me siga durante un interminable y eterno minuto y medio con una bicicleta por la playa de San Sebastià jadeándome lo solita y cargadita que iba.
Tampoco me vale el «es que ya te vale ir sola por ahí estando oscuro.» Es mi ciudad. Soy una persona adulta. No quiero interiorizar que está bien y es normal tener miedo. No quiero seguir pensando en cuánto tardaría en empuñar el trípode y asestar un golpe a un agresor. Ni tener el 112 marcado en el móvil. No quiero normalizar que a las mujeres nos maten por ir solas. No quiero mirar con desconfianza a los hombres con los que me cruzo.
No debería tener miedo por pasear en la playa de mi ciudad un lunes a las seis y media de la tarde. No debería tener miedo por llevar una cámara de fotos y una mochila con objetivos. No debería tener miedo a salir por mi barrio con la sombra de cuatro violaciones en la esquina de mi casa. No debería tener miedo por ir sola. Punto.
Pero lo tengo. Sin embargo no pienso dejar de ser yo. Ni renunciar a atardeceres como estos. Quizás por eso hoy hablo, cansada de silenciar los micromachismos que me rodean como mujer; ni los acosos, la mezquindad, el Mal. Tal vez no sepa cómo combatirlo pero no pienso callar más. La ley del silencio no funciona conmigo. Ya no.
por Emilia | Dic 13, 2018 | barcelona, color, luz, micro relatos, reflexiones
Tengo debilidad por Lucía de Siracusa. Cómo no hacerlo: era mujer, mártir, siciliana y es patrona de los pobres, los ciegos, los niños enfermos, modistas, fotógrafos, afiladores, sastres, fontaneros y escritores.
Dice la leyenda que Lucía poseía unos ojos tan cautivadores que tenía en celo lujurioso a un poderoso pretendiente romano. Así que ella misma, para lanzar un claro mensaje a su acosador, se los arrancó y se los envió en una cajita al susodicho salidorro.
Bueno, mi debilidad por ella va más allá de esa historia un tanto gore (como tantas en el martirologio). Hay una parte biográfica en la que la protagonista es mi madre llevándome a la Catedral los 13 de Diciembre de mi niñez. Todo me fascinaba: las aglomeraciones de gente en la catedral, la capilla de santa Lucia, aquel mar de luz formado por cientos de velas moviéndose al unísono y casi al ritmo de los sonidos de la Fira de pesebres cercana. Allí estaba con mi modista favorita, ajenas las dos a la historia de la santa sin ojos.
Tal vez mi madre (sin saberlo) honraba con ese peregrinaje la antiquísima tradición que se remonta a la edad media, de su Sierra de Baza natal en la que, para rendir homenaje a la santa se encendían hogueras esta noche. Quizás en ese mar de luces de santa lucías pasadas y presentes haya algo de todos esos antepasados cuyos genes han compuesto (de forma caprichosa) el ser biológico que soy.
No sé si hay ventanas mágicas entre pasado y presente. Lo que sé es que me atrae este momento más allá de la festividad religiosa. El momento de Oscuridad máxima y la celebración de la Luz. Hoy en día seguimos el calendario Gregoriano y la noche más oscura y más larga del año es la del 21. Pero en la cronología antigua el solsticio de invierno era del 13 de diciembre. De ahí la fiesta de la Luz, de Lucía.
No me avergüenza decir que me gusta la Luz pese (o porque) soy insoportablemente fotofóbica. Ni que me pirra hacer fotos a bombillas. O que me gusta que sea este un día en el que una Mujer trae Luz al mundo. Como mi madre ilumina mi vida cuando me toma de la mano y entramos juntas en la catedral.
por Emilia | Dic 12, 2018 | barcelona, blanco y negro, micro relatos, reflexiones, soledades robadas, sombras
Cuando robo una foto suelo hacer mío a quien aparece en ella. Es inevitable. Les esbozo una historia, cuido sus heridas, les trato con cariño y respeto. E inmediatamente se convierten en habitantes de mi archivo de Soledades Robadas. No sé si viven felices haciéndose compañía entre ellas. Mi tendencia natural es creer que sí, del mismo modo que suelo emocionarme con los gestos de Amor que percibo o siento en mi mundo.
Mis «solos» (y solas) pueden ser víctimas, suelen ser héroes. Pero jamás verdugos. Sin embargo sé que (aunque sea por pura estadística) entre ellos puede que haya fotografiado a algún pederasta. A algún maltratador. Un asesino. Gente cruel. Agujeros Negros. Llamo así a esa gente que querría ser una estrella y no es más que un remanente de la luz que roba de otros. Personas incapaces de salir y expandirse, condenadas para siempre a estar encerradas y consumirse en sí mismas. Superadas por la sombra, abismáticamente egoístas. Malvadas.
Pienso en las estrellas luminosas que tienen la desgracia de acercarse demasiado a uno de estos agujeros negros. Cómo el tirón gravitatorio las atrae poderosamente, acercándose tanto que se alargan y estiran como una goma hasta que su vida queda completamente destrozada. Los científicos llaman a eso un «evento de disrupción de marea».Yo necesito definirlo usando varios insultos encadenados.
Me duele imaginar al agujero negro tragándose grandes fragmentos de la estrella triturada, que mientras muere libera suficiente energía como para generar brillantes destellos que pueden llegar a durar meses, incluso años enteros. Y en el verdugo jamás desaparece el instinto depredador ni el hambre insaciable. Sin un ápice de empatía.
Son tiempos rarunos, me susurra Pepito Grillo. Está pesadito recordádome los peligros (reales) que hay alrededor de eso de robar soledades. Pero sobretodo me pregunta cuándo voy a poner la brújula rumbo Norte e ir donde las sombras se hacen pequeñas y las esperanzas grandes.
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