El Sembrador de Recuerdos

El Sembrador de Recuerdos

Esta mañana, aunque hacía sol y es casi fin de semana, me sentía infinitamente triste. Era una de esas veces que haces un esfuerzo por nadar contra la corriente pero no sabes con certeza si vas a poder llegar a alguna orilla o morirás ahogada.

Y entonces, al girar el pasillo, le he visto. Las leyendas mesoamericanas le llamaban «Tlaltecuhtli», las sagas escandinavas «Munin» y los griegos le cambiaron de sexo y la llamaron «Mnemosine». Sin embargo, cuando hace años me presentaron a aquel hombrecillo de traje oscuro le llamaron de otra forma.

– «Emilia, te presento al Sembrador de Recuerdos.»
Sin tiempo para reaccionar me encontré la mano de aquel hombre sosteniendo la mía y dedicándome una sonrisa encantadora.
– «Soy el Sembrador de Recuerdos.»
Hizo un gesto con los hombros como queriendo decirme «qué le voy a hacer» y se alejó unos pasos. Al darle la espalda recordé todo.

Porque así es como actúa el sembrador de recuerdos, por la espalda, a traición. Se dedica a observar a una persona desde atrás, desde una posición donde es vulnerable y en la que no puede defenderse. Y, como si fuera un cartero repartiendo sobres, deja caer una a una las semillas de los recuerdos. Las introduce por la nuca, como si conociera una ranura invisible que comunica directamente con el tuétano. Y con suerte, las semillas se hacen sólidas y el recuerdo se te mete en los huesos para el resto de la vida.

No sabe nunca (y no quiere saberlo) la cara de su víctima. Tampoco sabe si las semillas que acabarán germinando serán los buenos o los malos recuerdos. Le da igual. No es asunto suyo. Su misión es otra.

Hoy he vuelto a encontrarme con el Sembrador de Recuerdos.

Me hubiera gustado saber su opinión de experto sobre qué responsabilidad tengo en las malas hierbas que crecen en el recuerdo que he dejado en otras personas. Pero no me ha visto, me daba la espalda. Me pregunto qué cara pondrá cuando germine en su mente el recuerdo de mi aliento en su nuca y el click de la cámara al hacerle la foto

Recuerdos líquidos

Recuerdos líquidos

Hacer magia de y con lo cotidiano. Los mayores de mi familia tenían un doctorado en eso cuando yo era pequeña. Quizá ellos no eran conscientes de ese súperpoder y tal vez es mi yo adulto quien le esté dando nombre a esos recuerdos líquidos.

Te los escribo para no olvidarme de ellos y también para que, si me lees y estás en disposición de sembrar momentos luminosos, tú también lo hagas. Así, en el futuro, la sombra y los frutos que nacerán de esas raíces seguirán dando vida y compañía. Y arrancando sonrisas.

Los que me conocen saben que los veranos han sido una época difícil para mí. La cigüeña debió enviarme al (Polo)Norte pero acabé en este mediterráneo no muy apropiado para quien tiene el termostato roto.

Por eso las guerras de agua en la casa de Montserrat eran uno de mis juegos favoritos de infancia. Por muchos motivos. El primero porque eran acontecimientos espontáneos. No había planes, ésa era parte de la magia.

De repente -por ejemplo- mi padre, que regaba los rosales o las tomateras con sus pantalones cortos y la bartola despreocupadamente al aire, cogía la manguera y nos mojaba a los niños. Era fácil entender por su cara de pillo que podíamos hacerle lo mismo.

No sé si había algún código o acuerdo entre ellos o si simplemente en la euforia de las vacaciones y por el efecto de nuestras risas, el resto de los adultos se unían inesperadamente a aquella guerra de agua.

Y eso era Magia. Las miradas de mis padres y mis tíos dejaban de ser las de los adultos responsables y brillaba en ellas la felicidad de quien vuelve a hacer chiquilladas. Ahí estaba mi madre (o mi tía) llenando un barreño en el lavadero. Mi tío (como mi padre) sirviéndose de otra manguera -al final ellos tenían la «artillería» pesada en su poder- mientras nosotros, los niños, corríamos perseguidos por ellos alrededor de la casa.

Y mira que era un deporte de riesgo evitar los resbalones al pisar el mármol o el gres con nuestras cangrejeras de goma. Pero el premio de sorprender a alguno de los mayores y mojarle con una jarra de plástico o un cubo… eso hacía que valiera la pena cualquier riesgo.

Recuerdo la felicidad de jugar todos juntos. Grandes y pequeños. Juntos. Empapados más de aquella alegría única y genuina que de agua. O quizás de ambas cosas.

Me recuerdo fresca, como si aquella capa líquida y lúdica me impermeabilizara contra el calor. Y entonces, estando así, mi vida era mejor: por las sonrisas y los recuerdos de la batalla pero también por el pragmatismo para mí que suponía estar en condiciones de bajar al huerto a pleno sol y que mi tío arrancara un tomate de la mata y me lo ofreciera. Lavado con la manguera, abierto por la mitad y aderezado con un pellizco de sal. Manjar de dioses.

Nunca me han vuelto a oler y a saber así los tomates. Es un sabor que asocio al tiempo en que mis mayores sembraban (con extrema sencillez e ingredientes cotidianos) recuerdos tan luminosos como las luciérnagas de mi infancia que aún busco reencontrar.

Por eso si me lees y puedes… comparte tiempo con quien quieres. El verano es una buena época para hacerlo.

A todos los que lo hicieron, hacen y harán: gracias.
Os quiero. Seguís dándome Luz.

Sant Joan 2019

Sant Joan 2019

Observo la danza hipnótica del fuego mientras pienso que, en un mundo paralelo, tú y yo hemos salido como cada verbena a ver las hogueras y quemar lo malo del año que acaba.

En esa otra realidad luminosa eres Tú (y no un niño desconocido) a quien acabo de hacer una foto frente a las llamas. Y eres Tú también quien me escuchas (con cierta resignación porque ya chocheo un poco) explicarte una vez más la misma historia de cada noche del 23 de Junio. Esa en la que te cuento que te llamas así porque soy nieta, hija y hermana de hombres extraordinarios que se llaman Juan. Y quería que unieras tu celebración a la de ellos, que han sido, son y serán punto firme en mi vida.

Ejemplo, refugio, fortaleza. Luz.

En ese universo imposible nunca he prendido fuego a las cartas que, durante años, te fui escribiendo mientras esperaba el momento en que sería tu madre. No vi arder, palabra a palabra, esas historias que has podido leer. Además he podido explicarte (casi todas) las cosas que sé y he vivido. Te he visto conjurar con tus dedos auroras boreales y evocar los paisajes de los que te hablamos y que están tan lejos como tu imaginación sea capaz de situarlos.

En esa otra vida Tú no eres mi eterna ausencia sino que has sido por quien he inventado cuentos y caricias. Te he podido arropar con mi sentido del humor y he podido enseñarte a capturar la luz (con y especialmente sin cámara) antes que la ceguera se haya cebado del todo con mis ojos. Eres el Heredero de los afectos de mi tribu, mi tío te ha llamado durante años «el Yuán» (o Juanito dependiendo del día) y Fina te ha inspirado con su danza única y luminosa.

Pero no, Joan. No tengo la suerte de vivir esa ucronía, sino que la realidad es la de un solsticio en el que me duelen las bajas en nuestras filas de estos últimos meses.

Ha sido un año terrible. Al fuego lo malo. Bienvenido sea lo bueno.

[A mi yayo Juan. A mi padre y a mi hermano. Al Joan petit que nunca podré -y siempre querré- tener. Y a mi Tete y Fina, os echo de menos.]

Ausencias

Ausencias

Conocí a un hombre que iba cada mañana, a la misma hora exacta, a un punto concreto de la playa de la Barceloneta. Los 365 días del año, sin importarle la lluvia, el frío, los empujones de los turistas o el riesgo de insolación.

Hoy he sabido que ha fallecido a los 90 años.

Había oído hablar mucho en el sector del «chalao de la Barceloneta» pero nos conocimos personalmente hace quince cuando entró a ser uno de los actores que yo representaba.

No he visto a nadie actuar con tanta clase. Hacía grandes los pequeños papeles de reparto ya fuese como abuelo, sabio templario o jubilado despistado. Y hubiese triunfado más aún si no hubiera sido porque no acudía jamás a un casting o aceptaba un papel sin asegurarse que podría tener sus mañanas libres para ir a la playa. Y, por supuesto, nada de viajar fuera de Barcelona.

Con el tiempo ganamos confianza mutua y una complicidad que, en las interminables pausas de una filmación, permitía compartir confidencias con un pitillo en los labios. Fue en una de esas ocasiones cuando le pregunté por su historia con la playa.

«Sé que me llaman el chalao» -me dijo con cierta resignación.

Y mirándome a los ojos, me habló entonces de aquella mañana en plena guerra cuando las bombas fascistas les pillaron camino del colegio. De aquella esquina junto al mar donde, antes perder el conocimiento, vio por última vez a su madre y a sus dos hermanas.

-«Cuando salí del hospital iba a diario, con aquella ingenuidad infantil que me hacía tener la esperanza de reencontrarlas… quizás nunca he dejado de ser niño, porque no he faltado ni un día a esa cita.»

Su peregrinación frente al mar se hizo densa en su sangre. Luego la posguerra, el trabajo en el taller del barrio, mujer y niños, el grupo de teatro… y un día, sin saber cómo, estaba calvo, con canas y rodando un anuncio.

«Esos ratos en la playa todos estos años han sido mi forma de hacer que ellas tengan su propio espacio en esta vida mía de la que no han formado parte… y cuando yo ya no esté, mi ausencia en este rincón de la Barceloneta podrá reunirse al fin con las suyas »

Papirofobia y otras heridas

Papirofobia y otras heridas

-«Míralo, ya está aquí.» -te digo.

Como cada mañana, se detiene en la antigua papelería junto a la catedral y observa el escaparate sin prestar atención ni a los preciosos cuadernos ni a la variada oferta de papeles de los más diversos gramajes. Sólo reacciona, con un mal disimulado gesto de sobresalto (o quizás sea una mueca de dolor), cuando su mirada encuentra las cajas de cartón. Entonces murmura algo y se marcha calle abajo a hacer lo que sea que haga con su vida.

-«¿Y viene cada día?» -preguntas. Asiento con la cabeza y te explico las diferentes teorías que corren por el barrio sobre el misterioso hombre que se asusta de las cajas de cartón. Dicen que fue frente a una de ellas cuando se dio cuenta que todo había acabado. Acababa de dejarle y estaba solo en casa llenado una caja con las cosas que Ella no se había querido llevar. Fue entonces cuando sintió la congoja atenazando su cuerpo, como una hiedra invisible y traicionera queriendo dejarle sin aliento. Y supo, como se tiene certeza de algunas cosas, que jamás olvidaría aquella imagen suya sosteniendo una caja de cartón.

Desde entonces las odia pero a la vez no deja de buscarlas. Le traen el eco de una etapa que aún se cierra, de una pérdida, una despedida. Sabe bien que las cajas sólo sirven para meter en ellas lo que no vamos a utilizar en un tiempo, o las pertenencias de alguien que no está y en muchas ocasiones son cosas que nos hieren. A veces las guardamos a toda velocidad, para no sentir demasiado el peso y el dolor que conlleva ese momento. En otras ocasiones las usamos para acumular lo que nos da miedo tirar y que ya no necesitamos ni necesitaremos. Y convertimos los altillos de nuestra vida en una colección de cajas de cartón repletas de ausencias, de inutilidades, de pesadas cargas.

Cada mañana el escaparate le recuerda a aquella caja que tuvo que cerrar. Y que aún le duele. Y no puede hacer nada más que dejarla doler. Bueno sí, sentir el ilusorio alivio de poder escapar, calle abajo, del tiempo en que aún le importaban las cosas de la polvorienta herida de su altillo.

Lunes de Abril

Lunes de Abril

Ayer fue Lunes y volvimos a soñarnos. Yo te esperaba sentada en nuestro banco mientras tu voz, llegada de quién sabe dónde, me decía socarrona que se han dado casos de personas que se las ha tragado la Niebla. Yo abría mucho los ojos intentando verte mientras tú seguías contándome historias de la Dama Blanca del Norte. Ésa que te secuestra, como Tú, beso a beso.

-«El primero» -añadías mientras casi podía sentir tus labios- «siempre es una sutil punzada en la muñeca. Después en el antebrazo, en la clavícula, en los hombros, en el cuello y cuando llega aquí… ya no tienes escapatoria.»

Tus Besos. A ciegas.

Quizás nunca te he dicho (aún) que adoro besarte. Que cuando lo hago es como si nunca hubiese pasado nada más hermoso que eso. Como si nunca hubiésemos sufrido la tormenta. Como si nadie hubiese muerto. Ni perdido nunca nada. Tampoco hay nadie viviendo solo ni enfermos del cuerpo ni del alma.

En ese momento del sueño tú me mirabas así, justo así, y yo sabía lo que tenía que hacer: cuidarte el corazón en lugar de comérmelo a mordiscos y por supuesto dormir en la misma habitación todas las noches. Besarte los párpados cuando tienes fiebre y emocionarme cuando me susurras esos mensajes que llevo años escribiéndote en la piel de tu espalda con la yema de mis dedos.

Creo que después de los besos largos, lentos, venían otros más rápidos, no estoy segura. Pero sé que mi lengua buscaba tu corazón en la boca y lamía tus labios y todas las cicatrices para no dejar rastro de cualquier tipo de dolor.

Ayer fue Lunes y volvimos a soñarnos. No me dio tiempo en el sueño de hablarte del dolor que siento cuando pierdo a alguien. O cuando sé que llega una despedida no deseada de forma inminente. Tampoco te pude contar de aquella vez que me olvidé de mí durante casi cuarenta años. Ni las veces que he llorado ni que mis ojos ya no pueden satisfacer mi adicción a la lectura. Es cierto que tampoco tú me hablaste de esas cosquillas que crees secretas pero que llevo años planeando atacar sin piedad para emborracharme con tu risa limpia.

Los sueños furtivos de los lunes siempre se nos quedan cortos. Y cuando me despierto se me atragantan las sílabas que no he pronunciado, las ganas de protegerte, de decirte “te adoro”, de oir tu voz ronca diciéndome “quédate” . Y se me enrojece un poco más el corazón, quizá por ir cargado con todas mis inseguridades y mis defectos aunque lo más probable es que sea porque le ruboriza la gran certeza que siente en cada latido. Esa que tiene tu Nombre.

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