A la hora del patio

A la hora del patio

Acababa de empezar como maestra de parvulario cuando tuve el accidente y supe que nunca podría tener hijos. Han pasado ya cuatro décadas y en cada promoción me he enamorado de uno de mis alumnos. Este último curso me ha robado el corazón una pequeña terremoto de 4 años que cada mañana, al entrar en clase, me dice que me ha echado mucho de menos. María es de esas niñas que en cuanto atraviesa la puerta lo ilumina todo. Tiene además el don de intuir si alguien tiene un mal día y arrojar toda su luz contra los fantasmas. Me recuerda un poco a aquel otro alumno que, al darse cuenta de mi leve cojera, me preguntó preocupado si me dolía. Le respondí que había días en que sí, me dolía un poco. Y él, dándome su diminuta mano, me dijo mientras caminábamos hacia el aula: pues hoy no corremos y vamos despacito. Y así lo hicimos, día tras día, todo aquel curso de 1980.

Algunos niños a esta edad poseen una empatía que rara vez encuentras en los adultos. A veces observo a María animar a sus compañeros cuando se equivocan o acercarse a los niños que pasean solitarios por el patio con su generosidad genuina para jugar y esa sonrisa luminosa con que convierte en mágicas las cosas sencillas: como cuando nos pide que escuchemos el sonido del viento y mueve sus manitas al ritmo de una música imaginaria que, quizás, sólo los más pequeños aún escuchan.

Aún me conmuevo escuchándoles hablar en el patio de las grandes cuestiones de la vida: el amor, el perdón, el miedo, el futuro. Hay en ellos tanta verdad e inocencia que, aunque oficialmente soy yo quien intenta enseñarles cosas, en realidad no dejo de aprender de ellos cada día.

Hace unos minutos, observándoles en el columpio, me han dolido más de lo habitual mis dos viejas cicatrices: la de la cadera y la de la madre que nunca pude ser. Como si hubiesen podido leer en mi alma, los pequeños se han acercado hasta mí, liderados por María que gritaba «la seño necesita un achuchón». Y, durante esos segundos de caótico abrazo, he cerrado los ojos y he podido sentir que el universo estaba en paz detrás de mis párpados.

Papirofobia y otras heridas

Papirofobia y otras heridas

-«Míralo, ya está aquí.» -te digo.

Como cada mañana, se detiene en la antigua papelería junto a la catedral y observa el escaparate sin prestar atención ni a los preciosos cuadernos ni a la variada oferta de papeles de los más diversos gramajes. Sólo reacciona, con un mal disimulado gesto de sobresalto (o quizás sea una mueca de dolor), cuando su mirada encuentra las cajas de cartón. Entonces murmura algo y se marcha calle abajo a hacer lo que sea que haga con su vida.

-«¿Y viene cada día?» -preguntas. Asiento con la cabeza y te explico las diferentes teorías que corren por el barrio sobre el misterioso hombre que se asusta de las cajas de cartón. Dicen que fue frente a una de ellas cuando se dio cuenta que todo había acabado. Acababa de dejarle y estaba solo en casa llenado una caja con las cosas que Ella no se había querido llevar. Fue entonces cuando sintió la congoja atenazando su cuerpo, como una hiedra invisible y traicionera queriendo dejarle sin aliento. Y supo, como se tiene certeza de algunas cosas, que jamás olvidaría aquella imagen suya sosteniendo una caja de cartón.

Desde entonces las odia pero a la vez no deja de buscarlas. Le traen el eco de una etapa que aún se cierra, de una pérdida, una despedida. Sabe bien que las cajas sólo sirven para meter en ellas lo que no vamos a utilizar en un tiempo, o las pertenencias de alguien que no está y en muchas ocasiones son cosas que nos hieren. A veces las guardamos a toda velocidad, para no sentir demasiado el peso y el dolor que conlleva ese momento. En otras ocasiones las usamos para acumular lo que nos da miedo tirar y que ya no necesitamos ni necesitaremos. Y convertimos los altillos de nuestra vida en una colección de cajas de cartón repletas de ausencias, de inutilidades, de pesadas cargas.

Cada mañana el escaparate le recuerda a aquella caja que tuvo que cerrar. Y que aún le duele. Y no puede hacer nada más que dejarla doler. Bueno sí, sentir el ilusorio alivio de poder escapar, calle abajo, del tiempo en que aún le importaban las cosas de la polvorienta herida de su altillo.

Quiero llevarte a un sitio

Quiero llevarte a un sitio

-«Quiero llevarte a un sitio.»

En realidad, pienso mientras seguimos caminando, quiero llevarte a muchos sitios. A todos los países que seamos capaces de imaginar, los que existen en los Atlas y a esos otros cuya geografía de besos y caricias llevamos tiempo cartografiando Tú y yo.

Geografía e Historias que me encanta recrear pegada a ti. Recordar todos los pasos que tuvimos que dar hasta conocernos. Me gusta esa tendencia nuestra a recrearnos en cómo empezó todo: lo rocambolesco de nuestro primer encuentro, la complicidad inmediata y lo natural que fue besarnos en la puerta del hotel. He perdido la cuenta de los besos que han venido desde entonces, como también de las miles de llamadas, mensajes y fotos con las que combatimos esperas y distancias. Poder abrazarte cuando lo necesitas, sentir tu respiración cuando te pegas a mí y acariciarte el pelo sin prisa. Poder enseñarnos todas esas cosas de las que nos hablamos durante el día a día, incluyendo las cicatrices. Ver tu sonrisa al pedirme que me abrigue si hace frío o al preguntarme si no tengo calor cuando crees que voy demasiado abrigada. Yo y mi termostato corporal estropeado que uso como excusa para acercarme a ti y respirar tu aroma mientras pienso que quiero que vueles, que rías, que cuentes conmigo. Llorar contigo cuando toque, sostenerte, acompañarte en las ganas, el aliento y la calma.

-«Quiero llevarte a un sitio.» -repito.

Y también quiero tormentas contigo. Y viajes. Supermercados. Vuelos. Música. Sexo. Películas malas de esas que hacen buenas las mantas. Luciérnagas como las de mi infancia. Tarifa plana de mimos a cascoporro. Y que me cuides como haces, oliendo a recién hecho. Porque Tú eres casa.

Luz de Invierno (I)

Luz de Invierno (I)

Un día de estos le diré algo. Aún no sé cuál será mi primera palabra ni tampoco cuál será el mejor momento; es más, no sé si hay un buen momento para estas cosas.

Con los años hemos acabado convirtiendo en algo natural esa manía suya de contarme cosas mientras prepara, imagina, compone o me dispara. Una parte de ella, eso sí, aún sigue siendo consciente que no deja de ser una cuarentona hablándole a una máquina o, lo que es peor, hablando sola. Por eso suele ponerse los auriculares del móvil para que parezca que habla por teléfono con alguien. En el fondo me da ternurita.

Esta loca le ha contado tantas cosas a esta vieja cámara que podría escribir suculentos capítulos de su biografía. Conozco, como si fuera una de sus amantes, algunos de sus tics y rituales más íntimos. Sus pulsiones y sus pasiones. Qué le gusta, cómo le gusta. Y por supuesto qué pasa por su mente cuando se tira al suelo y adopta posiciones extrañas en busca de algo que ha intuido ser capaz de capturar.

Conozco el sabor lúbrico de esos «venga nena» (no sé si dirigidos a mí o a ella misma), los jadeantes «sí, sí» que le enrojecería escuchar fuera de ese contexto. Y por supuesto el temblor en sus manos cuando me sostiene y revisa, aguantando la respiración, la foto aún ardiente que acabamos de disparar.

Sí, en plural. Acabamos. Ella y yo.

Llega un momento en que siento que somos una sola cosa, que me ha convertido en un apéndice suyo, que soy sus batallas perdidas contra la córnea, su corazón coraza. Quizás por eso le dejo equivocarse y acertar cuando me recorre (sin saber bien qué coño está haciendo en la mayoría de ocasiones) persiguiendo ese sueño suyo de capturar la épica de lo cotidiano.

Y a veces, en esos intentos, consigue atrapar algo que ni ella sabía que buscaba: la Belleza.

8M

8M

Querida.
Me gusta verte crecer en otras mujeres. Sí, suena raro, lo sé. Pero te intuyo en las pulsiones y emociones de las hijas de otras madres, siempre ajenas y a la vez, extrañamente, cercanas. Me sigo sorprendiendo hablándote o escribiéndote, como si alguna vez fueses a leerme o escucharme. Como si no hubiese arrojado a las llamas los cuadernos de una espera que resultó tan estéril como yo misma.

Aquí sigo, hija. Hoy el mundo -y yo orgullosamente- visibiliza a la Mujer. Sin embargo, hace años que el 8M también llena mi calendario del olor a aquel quirófano. Supongo que debería celebrarlo aunque secretamente lo siga maldiciendo. Hasta entonces aún sentía que podía crecer, estirarme y así, de puntillas, tocar el cielo y engendrar vida. Recuerdo que llenaba mis diarios con listas de propósitos en los que aparecías siempre Tú. Pero desde aquel 8M en el Clínic ya no he querido hacer más listas de las que eliminarte.

Después la vida te sorprende en esa esquina de ahí, o en la de allí, y te pone retos, metas, personas, acontecimientos. Y sólo tienes que estar atenta para saltar, agarrar, hacer, soltar, abrir el paraguas, cumplir, intentar, conseguir, frenar, besar, ayudar, decir, soñar, aprender, crear, caminar.

He aprendido también que esto (lo de vivir) consiste en hacer las cosas lo mejor posible y del modo más humano y bonito que se pueda. Y no nos queda otra que recoger todo lo que hay, procesar la felicidad, el dolor, la pérdida, la ilusión. Aunque no siempre sea fácil elegir libremente quién eres todos los días. Porque es nuestra responsabilidad (nuestra condena y nuestra suerte) cuidarnos mucho, mimarnos, hacer cosas buenas y productivas, sin perdernos, sin olvidarnos de quiénes somos, de todo lo hermoso que llevamos dentro.

Si pudiera, si te tuviera aquí ahora, te miraría a los ojos y apoyando mi frente en la tuya te diría que aquí dentro, mírame, mírame bien, aquí dentro tienes, tengo, tienen, Luz. Una Luz que se enciende y se apaga pero que hemos de cuidar que permanezca encendida, viva, la mayor parte del tiempo.

De lo poco que a estas alturas creo haber entendido es que hay que aceptar, agradecer, disfrutar, sentir como sintamos, crecer, y sobre todo, construirnos un camino que recorrer bajo el sol, el viento, la bruma o la lluvia. Y quizás por eso, pese a no tenerte jamás, me quiera (y me deba) celebrar mientras viva.

Agujeros negros

Agujeros negros

Cuando robo una foto suelo hacer mío a quien aparece en ella. Es inevitable. Les esbozo una historia, cuido sus heridas, les trato con cariño y respeto. E inmediatamente se convierten en habitantes de mi archivo de Soledades Robadas. No sé si viven felices haciéndose compañía entre ellas. Mi tendencia natural es creer que sí, del mismo modo que suelo emocionarme con los gestos de Amor que percibo o siento en mi mundo.

Mis «solos» (y solas) pueden ser víctimas, suelen ser héroes. Pero jamás verdugos. Sin embargo sé que (aunque sea por pura estadística) entre ellos puede que haya fotografiado a algún pederasta. A algún maltratador. Un asesino. Gente cruel. Agujeros Negros. Llamo así a esa gente que querría ser una estrella y no es más que un remanente de la luz que roba de otros. Personas incapaces de salir y expandirse, condenadas para siempre a estar encerradas y consumirse en sí mismas. Superadas por la sombra, abismáticamente egoístas. Malvadas.

Pienso en las estrellas luminosas que tienen la desgracia de acercarse demasiado a uno de estos agujeros negros. Cómo el tirón gravitatorio las atrae poderosamente, acercándose tanto que se alargan y estiran como una goma hasta que su vida queda completamente destrozada. Los científicos llaman a eso un «evento de disrupción de marea».Yo necesito definirlo usando varios insultos encadenados.

Me duele imaginar al agujero negro tragándose grandes fragmentos de la estrella triturada, que mientras muere libera suficiente energía como para generar brillantes destellos que pueden llegar a durar meses, incluso años enteros. Y en el verdugo jamás desaparece el instinto depredador ni el hambre insaciable. Sin un ápice de empatía.

Son tiempos rarunos, me susurra Pepito Grillo. Está pesadito recordádome los peligros (reales) que hay alrededor de eso de robar soledades. Pero sobretodo me pregunta cuándo voy a poner la brújula rumbo Norte e ir donde las sombras se hacen pequeñas y las esperanzas grandes.

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