
Camilleri
La tarde del 7 de Febrero de 2014 Andrea Camilleri nos regaló (como una estrella de las que frecuentan el escenario de la Sala Barts) una inolvidable charla dentro del ciclo de novela policíaca BCNegra. Es, además y sin duda, uno de los días que más he disfrutado detrás de una cámara en toda mi vida.
Sentados junto al maestro, el mítico Paco Camarasa y el no menos mítico traductor de su obra, Pau Vidal. Recuerdo las risas del público que abarrotaba el teatro, el silencio respetuoso de muchos de ellos conteniendo el aliento porque éramos conscientes de la suerte de estar asistiendo a un evento único.
Mientras le fotografiaba, el maestro hacía lo que mejor sabe hacer: contar historias.

-«A medida que envejeces tienes más presbicia en la memoria. Recuerdo mejor lo que hacía con 4 años que lo que hice ayer».

Y así, con la memoria de su infancia fresca, nos contó su particular trauma con Luigi Pirandello. Fue una sofocante tarde de mayo de 1935. Aprovechando que sus padres y su abuela dormían la siesta, Camilleri jugaba al «pequeño químico» mezclando su pipí con vinagre y aceite.
En esas estaba cuando se abrió la puerta de su casa y apareció frente a él un hombre vestido con uniforme de almirante, de gran caballero de Italia, con capa y espada. Después de preguntarle quien era le dijo: ‘Dile a tu abuela que Pirandello quiere saludarla’.
Creo que cualquier persona tendría cierto trauma si un mito de la literatura italiana vestido de militar le hubiese pillado in fraganti mientras jugaba con su pis. Puedo imaginar perfectamente la sonrisa de Camilleri cuando era guionista de la RAI y le tocase adaptar a Pirandello.

Al acabar el evento me escabullí veloz hasta la salida de artistas del teatro. Así fue como la ratoncita de biblioteca miope que aprendió siciliano con Camilleri (yo) pudo encontrarse frente a él en un callejón del Raval.
Le tenía allí, con su inseparable pitillo, su inconfundible coppola y sus 88 años de sabiduría ajenos todos ellos a la cantidad de horas que sus creaciones me habían acompañado a lo largo de mi vida. Nos miramos, él con la lucidez afilada que proporciona estar de vuelta de casi todo. Yo armada con una cámara para disimular mis ganas de dar saltitos de emoción porque era una groupie literaria frente a su ídolo.

El público que salía del teatro aún no se había percatado de la presencia del escritor y todavía no había mucha gente así que, con timidez, me acerqué y le dije «grazie» con mi honesto acento palermitano.
Intercambiamos algunas palabras sobre Sicilia y literatura, sobre la conferencia que acababa de pronunciar, cargada de sentido del humor, Trinacria en estado puro. A mis pies, le llama la atención ver una mochila de donde sobresale alguno de los 36 libros que he llevado con la ingenua intención que me firmara alguno:
-«Éste es el peso de tus palabras, maestro» -le dije señalando la bolsa.
-«Espero que el peso que haya dejado en ti haya sido mucho mayor que ese»- sonrió dándole una calada profunda a su cigarrillo- «además, la cultura no pesa si eres capaz de crearla y compartirla. Porque tú escribes, ¿verdad?»- me preguntó echándome el humo de su cigarrillo.
Asentí ruborizándome segundos antes de escuchar en la voz profunda del padre de Montalbano un último mensaje:
-«Entonces escribe, querida mía, hasta las últimas consecuencias.»
(Riposa in Pace, maestro.
Grazie mille.)
Comentarios recientes