Poca gente sabe que nunca me han gustado ni los botones ni los pendientes. De pequeña los odiaba de una forma casi patológica y era jodido porque mi madre era modista y yo viví mi niñez en los 80s. En casa de mis padres había (y hay aún) miles de botones y en las orejas de las mujeres de mi tribu lucían visibles artefactos de tamaño gigantes.

Con los años he aprendido a controlar esa aprensión, como tantos otros demonios que han campado en mi interior. He leído que la fobia a los botones se llama «Koumpounofobia» y que lo de los pendientes podría ser «Kosmemophobia». Pero no, en mi caso no se llama ni una cosa ni otra. En mi caso esa fobia tiene nombre de mujer.

Hace unos días, poniendo orden en mi imperio de diogenismo sentimental, encontré un cuaderno de hace muchos muchos años. Es una pena perder esa costumbre de anotar cosas en libretas, siempre me digo que debería recuperarla. Dentro había dibujos míos, un poco desastrosos, y mi letra de siete años escribiendo un texto que firmaba Emmmilia (con una eme llena de montañas).

Era una historia triste, contada con esa crudeza con la que cuentan las cosas los niños, libre de eufemismos. En apenas unos párrafos narraba uno de mis primeros días de colegio en septiembre de 1980. Y después de leer aquellas palabras escritas por mi puño y letra, recordé el episodio con total nitidez.

Hacía frío. Hacía sueño. Hacía miedo. Ese miedo que sólo se siente cuando dejas la seguridad de tu tribu para empezar el colegio. Yo aún no había cumplido los 4 años. Esperaba de pie, una más de la fila, en el patio del colegio para entrar en la que sería la clase de los «Patos».

No conocía a nadie y a mi alrededor todos parecían conocerse y, sobre todo, todos parecían mirarme.

  • «Fea» -gritó alguien.
  • «Mira esa» -señalaban otros.
  • «Monstruo» -me dijo un niño mayor que yo mientras se acercaba y me escupía en la cabeza. Lloré de rabia mientras le clavaba mis dientes en el brazo a aquel mequetrefe abusón que acababa de humillarme. Y entonces pasó.

Llegó ella. Me agarró del abrigo y me abofeteó. Recuerdo girarme y verla aterrorizada. Recuerdo su abrigo lleno de botones enormes y sus pendientes con forma de cereza moviéndose como péndulos. Recuerdo el miedo que ahora sé que también fue indefensión y humillación. Recuerdo su nombre y ahora sé que quien me había escupido era su hijo. El hijo de aquella profesora. La de los pendientes. La de los botones grandes.

Quizá enterré aquel recuerdo al escribirlo en mi cuadernito. Como el exorcismo salvaje que siempre ha sido para mí la escritura. Y 40 años después la marea me lo ha traído. Quizá para recordarme lo importante que son los recuerdos que sembramos en los niños que nos rodean. Quizá sirva para ayudarme a entenderme mejor pero no para que me gusten los pendientes ni los botones.

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