Durante los primeros tiempos de la creación, La Noche y El Día se enamoraron perdidamente. Así que era habitual ver juntos a la Luna y al Sol que, jóvenes y apasionados, no eran conscientes del enfado de los Dioses por no cumplir con su función en el universo.

Una joven de la aldea vino a saber del oscuro castigo que amenazaba a la Humanidad si el ciclo de la Luz sobre la tierra no se cumplía según lo previsto. Y dicen las leyendas que, sin temer a la segura ceguera que le esperaba a ella por acercarse, fue a la playa donde la Luna y el Sol yacían como dos amantes.

Nadie sabe qué palabras les dijo, pero sí que no ha habido un momento más triste en la Historia como el que vivieron los dos astros al saber que nunca podrían volver a estar juntos. De ello aún queda el eco imborrable en la Memoria de las Piedras.

Se dice que, conmovida por aquella pena invisible, la joven acudió cada madrugada del resto de su vida a la playa para acompañarles. Una vez allí, sentada frente al horizonte, movía las manos suavemente y susurraba palabras de alivio mientras dirigía la partitura invisible del concierto de las mareas.

Las versiones más líricas sitúan en el lugar de la joven aldeana a la Diosa del Amor. En algunos pueblos del Norte hablan de una sirena entonando un canto estremecedor. Sea como fuere, así es cómo dicen las viejas crónicas que nació la Música: en el momento mágico en que la noche y el día apenas se acarician con las yemas de los dedos.

Y afortunadamente para la Humanidad, La Tradición aún sigue viva. Nunca han faltado mujeres ciegas, con buena voz o con mal de amores. Cada madrugada, como ahora mismo, hay una en la playa que, con los ojos entornados y al vaivén de las olas, dirige con sus manos la llegada del Sol y la partida de la Luna.

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