por Emilia | Abr 9, 2019 | blanco y negro, micro relatos, noruega, postales noruegas, soledades robadas
Ayer fue Lunes y volvimos a soñarnos. Yo te esperaba sentada en nuestro banco mientras tu voz, llegada de quién sabe dónde, me decía socarrona que se han dado casos de personas que se las ha tragado la Niebla. Yo abría mucho los ojos intentando verte mientras tú seguías contándome historias de la Dama Blanca del Norte. Ésa que te secuestra, como Tú, beso a beso.
-«El primero» -añadías mientras casi podía sentir tus labios- «siempre es una sutil punzada en la muñeca. Después en el antebrazo, en la clavícula, en los hombros, en el cuello y cuando llega aquí… ya no tienes escapatoria.»
Tus Besos. A ciegas.
Quizás nunca te he dicho (aún) que adoro besarte. Que cuando lo hago es como si nunca hubiese pasado nada más hermoso que eso. Como si nunca hubiésemos sufrido la tormenta. Como si nadie hubiese muerto. Ni perdido nunca nada. Tampoco hay nadie viviendo solo ni enfermos del cuerpo ni del alma.
En ese momento del sueño tú me mirabas así, justo así, y yo sabía lo que tenía que hacer: cuidarte el corazón en lugar de comérmelo a mordiscos y por supuesto dormir en la misma habitación todas las noches. Besarte los párpados cuando tienes fiebre y emocionarme cuando me susurras esos mensajes que llevo años escribiéndote en la piel de tu espalda con la yema de mis dedos.
Creo que después de los besos largos, lentos, venían otros más rápidos, no estoy segura. Pero sé que mi lengua buscaba tu corazón en la boca y lamía tus labios y todas las cicatrices para no dejar rastro de cualquier tipo de dolor.
Ayer fue Lunes y volvimos a soñarnos. No me dio tiempo en el sueño de hablarte del dolor que siento cuando pierdo a alguien. O cuando sé que llega una despedida no deseada de forma inminente. Tampoco te pude contar de aquella vez que me olvidé de mí durante casi cuarenta años. Ni las veces que he llorado ni que mis ojos ya no pueden satisfacer mi adicción a la lectura. Es cierto que tampoco tú me hablaste de esas cosquillas que crees secretas pero que llevo años planeando atacar sin piedad para emborracharme con tu risa limpia.
Los sueños furtivos de los lunes siempre se nos quedan cortos. Y cuando me despierto se me atragantan las sílabas que no he pronunciado, las ganas de protegerte, de decirte “te adoro”, de oir tu voz ronca diciéndome “quédate” . Y se me enrojece un poco más el corazón, quizá por ir cargado con todas mis inseguridades y mis defectos aunque lo más probable es que sea porque le ruboriza la gran certeza que siente en cada latido. Esa que tiene tu Nombre.
por Emilia | Sep 13, 2018 | color, micro relatos, noruega, postales noruegas, soledades robadas
Nærhet.
Cuando era niño nunca entendió porqué habían escrito en la lápida de su madre esa palabra que, en Noruego, significa cercanía física. Si lo preguntaba (o si quería saber porqué estaba enterrada a mil kilómetros de casa) se limitaban a decirle que eso es lo que ella había querido.
No fue hasta la muerte de su padre que supo muchas cosas. Entre ellas, que había heredado una casa cerca de Stavanger, a escasos kilómetros del cementerio donde yacía su madre desde hacía décadas. Según le dijo el notario, había sido de sus abuelos maternos y el primer hogar de sus padres al casarse. Nunca la habían vendido, desde hacía años una mujer se había hecho cargo de cuidar aquella propiedad. Lo que no sabía aún era que conocer a la señora Brekke cambiaría su vida.
Se encontraron en el cementerio, Ella le recibió con un abrazo cercano y familiar. Dejaron un ramo de flores en la tumba de su madre y fueron al que, aunque él no tenía ni idea, había sido su primer hogar. Mientras paseaban por la casa, que parecía un museo dedicado a su madre, le contó cosas que él no recordaba de su infancia en aquel lugar.
Al llegar a uno de los dormitorios, la anciana abrió el cajón de una cómoda y sacó algo de él.
– «Esto es para ti, llevo años guardándolo. Debes saber que tu madre te quiso sobre todas las cosas. No la juzgues, por favor.» -le dijo con lágrimas en los ojos al entregarle un viejo cuaderno.
Leyendo el Diario de su madre supo era de esas personas que saben reír a carcajadas, abrazar y hacer el amor apasionadamente. De las que recorren con los dedos las facciones de su amor mientras están en la cama. Y que tenía la creencia que las manos poseen una memoria táctil donde quedan registradas sensaciones. Quizás por eso uno de sus pocos recuerdos de infancia era ver a su madre contemplando y acariciando fotografías: con nostalgia las de su juventud y siempre con orgullo en las que aparecía él.
A medida que leía iba reencontrándose y descubriendo a aquella mujer apasionada a través de su caligrafía y sus secretos. A través de aquel diario fue testigo de cómo aquellas noches se entregaban al sueño en perfecta sincronía mientras se fundían en abrazos. Vio cómo sus manos se buscaban para recorrerse sin rumbo y sin prisa. Y compartió la pasión de su madre aquel verano, cuando él tenía dos años, en lo que seguramente era su momento de mayor felicidad.
«No quiero vivir sin sentir lo que siento cuando estamos juntas. Nuestra Nærhet».
Con esas palabras finalizaba el cuaderno. Bajó de la habitación. La señora Brekke le esperaba de pie con la mirada perdida y ese gesto sereno de quien atesora una sabiduría paciente y generosa.
– ¿Sabes?- le dijo- recuerdo que siempre le decía “joder qué guapa eres”. A todas horas. Y es que lo era, no importaba si estaba con ojeras,despeinada, recién salida de la ducha, de la cama, bajo el sol o en la oscuridad de las noches del invierno ártico… para mí no había nada más precioso.
Supongo que era cuestión de tiempo. No era tonto. Descubrió los diarios. Tu madre me dejó éste con una carta de despedida. Os ibais al Norte, era lo mejor para ti. No quiso que perdieras tu entorno estable, tu familia. Tú lo primero. Incluso antes que ella misma. Y por supuesto que nosotras.
Tiempo después recibí una llamada de tu padre desde vuestra nueva ciudad: quería verme urgentemente. Llegué al hospital de madrugada después de conducir durante horas. Él me esperaba en la puerta.. Hablamos poco, Ella deseaba pasar los últimos días en el sur, donde tan feliz había sido. «Nærhet», me dijo. Tampoco debió ser fácil para él, añadió acariciando un retrato en blanco y negro de su madre que él jamás había visto.
– «Fue la última semana», -dijo la señora Brekket, acercándole la foto- «Seguía siendo el ser humano más bonito del mundo. Tú acababas de irte con tu padre a la guardería y Ella os había despedido sentada en el porche. Tenía los ojos cerrados, probablemente por el dolor y el frío. Quién sabe, aquellos días apenas hablaba. La vi desde la cocina y quise hacerle una foto allí, tranquila, con aquella luz. Pero cuando salí, abrió los ojos y me descubrió allí de pie, junto a ella, con la cámara en la mano.
Nos miramos fijamente, de una manera extraña, como si de pronto ya lo supiéramos todo. No sé si el click fue el de la cámara o el de mi corazón al romperse, no era consciente de estar disparando. Entonces, tu madre me sonrió y pude escuchar cómo con un hilo de voz susurraba convencida:
– «Joder, qué guapa eres».
por Emilia | Sep 10, 2018 | cielo, color, micro relatos, noruega, postales noruegas, viajes
Corría el año 872 cuando el rey Harald Fairhair unificó Noruega bajo su corona.
La batalla final ocurrió en el fiordo de Hafrsfjord, donde hoy lo recuerda el monumento Sverd i fjell. Son tres espadas de más de 10 metros de alto que están incrustadas en la roca de un montículo del fiordo. La espada más grande representa al victorioso Harald, y las dos espadas más pequeñas representan a los reyes vencidos.
Eso dice la Historia, porque la leyenda popular nos cuenta que el tamaño real del espadón carnal del Monarca era más bien pequeño y disfuncional. Tanto era así que sus herederos tenían todos el mismo perfil que el joven Obispo de Stavanger, abnegado confesor de la Reina. No en balde, dicen con sorna en el pueblo, por algo el Reno era el animal que lucía el Rey Harald en su escudo de armas.
Siglos después, antes de inaugurar el monumento en 1983, se rumorea que el rey Olaf V de Noruega convocó de forma secreta a un grupo de sabios. El objetivo era consolidar una historia que tapase aquella otra sobre la cornamenta, el pingajo inerte y la bastardía de su linaje. Se acordó -y así consta en las guías- contar una leyenda en la que se explica que este es un milenario emblema de la paz, ya que las espadas están incrustadas en roca sólida, de dónde nunca puedan ser retiradas y provocar una nueva guerra.
Los mayores aún recuerdan cuando llegó el turno de los discursos la mañana de la inauguración. Por aquel entonces era alcalde el legendario comunista pro soviético Hÿlm Lunde (ateo y republicano convencido) que escuchó al Rey explicar la nueva leyenda sin dejar de sonreír.
Al terminar el monarca, Lunde tomó la palabra e inició su discurso así:
-«Gracias, Majestad, esta historia seguro que se la han contado en el Obispado, porque el de aquí es bien conocido que de meterla bien metida saben un rato».
por Emilia | Sep 7, 2018 | cielo, color, luz, micro relatos, noruega, postales noruegas, viajes
Nota 1: Sobre la «Épica de lo cotidiano».
Escribir sobre ese momento después de la lluvia cuando, paseando por el barrio viejo de Stavanger, desde una de las casas llegaba el sonido de alguien que se ha puesto a ensayar con un violonchelo el preludio de la suite n1 de Bach.
Y sobre cómo me he puesto a llorar en silencio haciendo aquella foto.
Y que no sé cómo se hace para dar gracias a la vida por hacer que algo cotidiano para un desconocido se convierta en inolvidable para mi.
por Emilia | Sep 6, 2018 | cielo, color, luz, micro relatos, noruega, postales noruegas, reflexiones
Aún no sé bien qué historia contará esta foto pero me ha hecho pensar en esos padres que son y serán siempre nuestra tierra firme.
Los que nos cubren las espaldas y nos invitan a atrevernos a mirar al horizonte.
Los que son nuestro puerto, nuestra bandera, parte de nosotros.
Siempre.
En la costa de Sola, Rogaland (Noruega).
La tarde del 6 de Septiembre de 2018.
por Emilia | Ago 28, 2018 | color, micro relatos, noruega, postales noruegas, soledades robadas
Decidí que viajaría a Trondheim un mediodía de la primavera de 2016. Estaba en el trabajo cuando vi un anuncio en internet que me llevó a la web de Norwegian y me puse a jugar con fechas y destinos. Así fue como encontré una oferta de vuelo por 29 € el trayecto.
Después de comprar los billetes de avión (diciéndome a mi misma que si unos meses después no podía ir sólo perdía 60 €) tecleé la palabra Trondheim en google. Ante mí apareció una foto de un atardecer y un río. Y al verlo sentí un escalofrío como pocas otras veces me ha pasado. No quise saber nada más sobre aquella ciudad y decidí que aquel, por primera vez, sería un viaje a ciegas. No habría preparativos, sesudos planes ni inmersión en la historia, monumentos o tradiciones locales. No tendría más relación con Trondheim que el vuelo y el hotel que un buscador me recomendó como céntrico.
Descargué aquella foto del cielo noruego y me la puse como fondo de escritorio en el ordenador del trabajo. Aquel reflejo en el río, el campanario a contraluz y la catedral de Nidaros fueron mi Norte durante unos meses.
La tarde antes de aquel viaje a Noruega hubo en casa una tormenta de gritos, golpes, odio y un portazo. Y aquel silencio que aún no supe interpretar como la banda sonora que dejan las personas que deciden salir de tu vida por la puerta de atrás.
Volé a Trondheim pensando en los años de relación y confianza que habían acabado hechos añicos el día anterior. Llegué al atardecer, agotada y sin ganas de otra cosa que esconderme en la habitación y sólo salir a los alrededores del hotel para fumarme el cartón de Camel que me había comprado en el Duty Free. La ciudad me pareció inhóspita y triste, muy triste. Aunque quizás era yo quien me sentía así.
La mañana siguiente era Domingo 28 de Agosto. Apenas había dormido esa noche, me la había pasado observando desde la ventana de la habitación del hotel la catedral que, a estas alturas, me resultaba entrañablemente familiar.
Ahora que estaba allí y a medida que me acercaba al edificio me sentía extrañamente emocionada. Entré a la Catedral por la pequeña puerta lateral y descubrí que estaban oficiando la misa dominical. Un coro cantaba en noruego, la iglesia estaba llena de fieles que escuchaban, como yo, aquella canción religiosa. Sólo que ellos entendían qué decía y yo «sólo» la sentía. Y lo hacía en mayúsculas, como si la acústica perfecta, la Luz, la nave central, el rosetón gótico iluminado y las velas fuesen una caja de resonancia inmensa para mis emociones.
Fue entonces cuando, al fin, dejé ir la tristeza que llevaba dentro y la inmensa congoja que suponía la ruptura con una parte de mi vida. Y no pude dejar de llorar. Lloré al reconocer la liturgia de la comunión aunque fuese en Noruego. Lloré viendo como acudían a la eucaristía. Lloré cuando a mi lado unos desconocidos me «dieron la paz» y lloré cuando el coro volvió a cantar otro tema que sólo fui capaz de sentir.
Después de aquel sobrecogimiento intenso sentí una inexplicable gratitud al no haber vivido del todo aquella catarsis en soledad. Al parecer en algún lugar se había escrito que tenía que derrumbarme emocionalmente a miles de kilómetros de casa, rodeada de desconocidos, en una milenaria catedral con un coro cantando en lo que a mi me parecía élfico.
Poco antes de acabar el servicio religioso me alejé del altar mayor para sentarme en una de las pequeñas capillas laterales. Y ahí recé. Sí. Yo recé. Recé como no lo hacía en años. Por los míos. Pero por una vez también por mí.
Sólo entonces reparé que, a unas sillas de distancia de donde yo me sumía en mis oraciones, había un hombre sentado con la cabeza agachada que también parecía rezar. O llorar. O quizás ambas cosas. Saqué el móvil y le hice una foto, una de los cientos de robados pero esta vez la hice con la sensación irracional de no estar haciendo nada malo: al contrario. Allí, frente a un Cristo con los brazos abiertos, capturé a ese desconocido cuyo rostro no vi y que estaba tan solo como sólo se puede estar ante Dios.
Minutos después, acabada la misa y ya en el exterior de la catedral, volví a encontrarle. Le reconocí por su jersey gris. Esta vez sí nos miramos e incomprensiblemente fue como si nos reconociéramos como los llorones de la capilla del Cristo de las Dos Sombras.
Y sólo entonces, mientras aquel desconocido me sonreía mirándome a los ojos, me di cuenta que estaba hablando en castellano a un puñado de turistas que nos rodeaban:
– «Buenos días, mi nombre es Arvid y seré vuestro guía.»-dijo sin apartar su sonrisa de mi-«Y tengo la intuición que jamás olvidaréis vuestra primera visita a la Catedral de Nidaros».
(Crédito de la foto central usada en el banner de cabecera de esta entrada: Aziz Nasuti. Las fotos de los laterales están publicadas con el permiso de la persona que aparece, Arvid Dahl, y se tomaron en la catedral de Nidaros el 28/8/16 )
Comentarios recientes